El pasado fin de semana estuve en Cadaqués celebrando el 40 cumpleaños de una buena amiga inglesa. Shakila (nombre ficticio) y yo nos conocimos cuando ella vivía en Barcelona y fui yo quien le descubrió este rincón maravilloso de la Costa Brava. Sabía que iba a gustarle: mi amiga es medio artista, medio no se sabe qué, lleva siempre sombreros estrafalarios en la cabeza y va por el mundo buscando lugares “mágicos” que le recuerden a la madriguera de Alicia en el País de las Maravillas (no me pregunten por qué).

Shakila se enamoró al instante de Cadaqués: “It’s a magic place, the end of the Pyrenees”, exclamaba mientras caminábamos hacia el faro del Cap de Creus (la ruta de ida y vuelta es de unas cuatro horas, aproximadamente). Al llegar al faro –después de andar dos horas en ayunas– se tomó dos vermuts y un par de rodajas de tomate de una ensalada compartida. (Yo pedí, además, una Coca Cola y un pincho de tortilla). De vuelta en Cadaqués, se tomó otro par de vermuts en el Casino, y para cenar, unas cuatro copas de vino blanco y dos o tres limoncellos.

Mi amiga Shakila es alcohólica, o casi. No suele reconocerlo abiertamente, pero cuando lo hace, suele darle la culpa a su padre, que bebe tanto como ella. Una vez me contó que cuando viajan en avión se emborrachan juntos, haciendo enfadar a su madre. Me lo creo, porque he coincidido con su padre en alguna cena y acaba tan ciego de cava y vino blanco como ella. Si algo no faltaba en la nevera de Shakila en Barcelona era una botella de cava barato, además de un puñado de plátanos, aguacates y zanahorias, su alimento básico. En los restaurantes, Shakila suele pedir ensalada o pescado a la plancha. Todo lo demás es considerado “poco sano”, aunque después sea capaz de patearse Cadaqués entero en busca de un bar abierto para tomarse una última copa de limoncello antes de acostarse.

“Te parecerá incoherente que cuide su alimentación, pero hay que tener en cuenta que los alcohólicos también son capaces de preocuparse por su salud”, me explica una destacada epidemióloga, ya jubilada, a quién conozco de hace tiempo. Le confieso a mi amiga epidemióloga que me aburrí como una ostra en Cadaqués. A mí me gusta beber un poco, para divertirme, pero pasarme dos días enteros con Shakila y sus amigos totalmente alcoholizados me entristeció. No hicimos nada: ni excursiones, ni charlas interesantes, ni visitas al museo de Dalí. “Es normal que hayas notado un distanciamiento con tu amiga, pero con tu compañía le has hecho un favor. Los alcohólicos necesitan rodearse de gente “normal”, así se dan cuenta de que pueden llegar a serlo ellos también”, me explica la epidemióloga.

Más allá del factor genético, la mayoría de los estudios que tratan de explicar la adicción al alcohol destacan la importancia del entorno: ¿En una familia de alcohólicos, pesa más el gen o el entorno familiar y social?, se cuestiona mi amiga jubilada.

Los mejores amigos de Shakila bebían tanto como ella: Nick, un americano-búlgaro de Nueva York, llegó a Cadaqués con una resaca descomunal, después de haber salido la noche anterior por Barcelona. “¿Te gusta beber?”, fue lo primero que me dijo.  Maika, una “artista” alemana, residente en Mallorca, tenía unos ojos enormes color turquesa que reflejaban ansiedad cada vez que entrabamos en un bar y no había Campari.

Según el informe más reciente de la OMS, de 2018, la Unión Europea es la región del mundo donde más alcohol se bebe, con más de una quinta parte de la población mayor de 15 años admitiendo pasar por “episodios fuertes de bebida“ (cinco o más bebidas en una misma ocasión, o 60gr de alcohol) al menos una vez por semana.

Aunque las ratios de mortalidad relacionada con el alcohol (cáncer, cirrosis, problemas cardiovasculares) han bajado, el elevado nivel de consumo sigue siendo preocupante, según la OMS. Especialmente, por sus efectos colaterales en la sociedad: violencia doméstica, aislamiento social, accidentes de tráfico…

“Hay países, como Reino Unido o Canadá, que han apostado por programas de reducción del daño: enseñan al alcohólico a “beber mejor” (bebe siempre junto a una comida, no conduzcas si bebes...), dando a entender que el alcoholismo es un problema de todos”, dice la epidemióloga. En cambio, en España se ha seguido el modelo estadounidense, más punitivo: “O te lo montas con Alcohólicos Anónimos, o te vas a prisión directo si tienes un accidente bebido”, dejando al alcohólico bastante desamparado.

Por otro lado, en España, si un alcohólico llega a admitir su enfermedad y acude a su médico de cabecera para pedir ayuda, éste lo derivará a un centro especial para drogodependencias (en Cataluña se conocen como CAS), lo que genera aún más estigma social. “El alcohol y la salud mental son el hermano pobre de la Sanidad Pública española”, admite esta epidemióloga jubilada, lamentando que el alcohólico no pueda ser atendido dentro del circuito sanitario corriente.  

Casualidades de la vida, al regresar de Cadaqués me tragué varios capítulos seguidos de la última temporada de Merlí: Sapere Aude y resulta que uno de los protagonistas, la catedrática de Ética Maria Bolaño (interpretada por Maria Pujalte) es alcohólica e incapaz de admitirlo, aunque su vida personal esté al borde del abismo. “¿Qué insinúas, que vaya a terapia y diga “Hola, soy María y soy alcohólica”?”, suelta “la Bolaño” entre risotadas cuando una amiga le insinúa que está enferma.

“En temas de alcoholismo, las mujeres lo tienen mucho más difícil que los hombres, pues son actores y víctimas”, comenta la epidemióloga. Por motivos culturales, la tolerancia de la mujer hacia un marido alcohólico  --quien normalmente protagonizará episodios de violencia doméstica-- es muy elevada. “Pero, dime, ¿cuántas parejas has visto en que ella sea alcohólica y él no?”, se pregunta mi amiga médico. “Poquísimas. Porque la tolerancia del hombre hacia la mujer alcohólica es mucho menor”. Algo que tiene mucho que ver con el estigma de que una mujer que bebe “no es una buena madre”, dice.

Ese es, precisamente, el problema que sufre “la Bolaño”, divorciada, con una hija con síndrome de Down de quién no tiene la custodia.

No hay que ser alarmistas. En España, menos del 1% de la población sufre dependencia del alcohol, y solo el 1,5% sufre algún desorden relacionado con su consumo, mientras que la media europea se sitúa en el 3,7% y el 8,8%, respectivamente. Sin embargo, la OMS insiste en no bajar la guardia. Según este organismo, no hay consumo bueno o malo de alcohol, sino de mayor o menor riesgo.

Mi amigo Marcel (alemán, 50 recién cumplidos), por ejemplo, no veía nada malo en beberse cada día dos o tres cervezas antes de cenar. Pero últimamente la cosa se le estaba yendo de las manos. “Cada vez estaba de más mal humor con mis hijos, contestaba mal a mi mujer”, me admitió hace poco, arrepentido. Marcel ha decidido dejar por completo el alcohol. “¿No estás siendo demasiado radical?”, le pregunté, mirando con suspicacia su infusión de manzanilla. Estaba convencido: “Si lo haces, te darás cuenta de que toda nuestra vida social gira alrededor del alcohol”.