En política, los espacios vacíos se ocupan. El poder es como el gas y el agua: una grieta no es un obstáculo. Es un camino. Que la legislatura de las virtudes, fruto del inmenso error que fue la repetición electoral del pasado noviembre, iba a ser el paraíso de la asimetría territorial ya lo sabíamos de sobra. Nada extraño. El Gobierno de Sánchez I, el Insomne depende de lo que quieran hacer con él los independentistas catalanes y vascos. Que este augurio se haya acelerado en apenas unos meses sí supone una novedad: el Estado español no se caracteriza por su eficacia, salvo cuando se trata de autodestruirse. En esto no tenemos rival.
A expensas de lo que depare la mesa de concesiones entre la Moncloa y Sant Jaume, el saldo de los primeros compases del nuevo tiempo político no puede ser más satisfactorio para los nacionalistas, que han dislocado la brújula de España en dirección a un ignoto non plus ultra. En este corto periodo de tiempo los presos independentistas salen de prisión con coartadas enternecedoras, Rufián se pasea por la Moncloa como un estadista, el hombre que no cogía el teléfono a Torra lo ha recibido, junto a sus trabucos (y pese a su inhabilitación), y el PNV, en vísperas de las elecciones en Euskadi, ha conseguido que los últimos rastros del Estado en el País Vasco se evaporen, logrando --entre otras cosas-- la gestión en régimen de monopolio de la Seguridad Social, incluyendo (por supuesto) el dinero extraordinario que todos vamos a poner para las pensiones euskaldunes, que serán sólo suyas pero costeará el sistema vigente. Es la insolidaridad llevada a la condición de arte: “Os odiamos, sí, pero vuestro dinero nos beneficia. A fin de cuentas, ya lo dice el clásico: lo mío es mío y lo tuyo también es nuestro”.
Por supuesto, una parte de estas concesiones (interesadas) ya venían recogidas en los famosos estatutos de autonomía, pero todos sabemos que estas leyes orgánicas fueron cocinadas en circunstancias similares a las actuales: gracias a un sistema electoral que convierte a los nacionalistas en los inevitables árbitros de la política española, en la que participan con una mentalidad fenicia, rara vez desinteresada. La bilateralidad es el trendic topic de la política española, que avanza a pasos veloces, casi con botas de siete leguas, hacia la disolución completa de España --incluida su lengua, sus símbolos y su cultura-- en los territorios controlados por los nacionalistas.
El proceso, claro, viene de lejos, pero ahora se acerca a sus máximos. No es que a nosotros nos moleste --más bien al contrario-- que la patria, sea ésta lo que sea, ocupe un lugar discreto en nuestras vidas. Nos parece hasta sano. El único problema es que en Euskadi y en Cataluña este camino no consiste precisamente en una suerte de acracia tácita, que sería lo deseable, sino que conduce al triunfo del totalitarismo. Se sustituye a una patria por otra, omnipresente, condenando así a los vascos y a los catalanes que no profesan el dogma nacionalista a vivir como si fueran extraños en su país, sin poder educar a sus hijos en su idioma y sin poder acceder, en igualdad de méritos, a la administración pública. Lo siguiente será expedir pasaportes interiores. Es cuestión de tiempo.
Todas las patrias, en el fondo, son una molestia, pero no es cierto que sean intercambiables: la democracia española, imperfecta, chusca y frágil, es infinitamente preferible a las distopías de campanario de los nacionalistas. Básicamente porque no exige ni a sus propios ciudadanos --a la vista está-- que crean en su perfección e infalibilidad, mientras que las republiquillas in fieri de los independentistas sí demandan la comunión marcial con su particular unidad de destino en lo particular. España, tal como la habíamos conocido, mengua. No es un drama, nos dicen. Puede ser. Lo que sí es una tragedia es su alternativa: una galaxia de cárceles identitarias donde la libertad de pensamiento es un delito. Para conseguirlo, los socialistas y cía no han tenido ni que cambiar la Santa Constitución. Les ha bastado con obviarla.