Se acerca el momento de la verdad para Pedro Sánchez: tiene que poner en marcha el diálogo pactado “con Cataluña”, lo que vale decir con los independentistas. No por sabido y descontado, hay que dejar de recordarlo. Cuando a comienzos de 2019, la opinión pública se enteró de las intenciones del PSOE de pactar una negociación dirigida por un relator internacional, la reacción fue tan adversa que se terminó reculando y ERC no apoyó los presupuestos. El presidente disolvió las Cortes y el resto ya es historia. Hoy la mesa, la negociación, el relator y la confluencia del socialismo con el independentismo nos parecen todas cosas muy naturales, porque el tiempo malea a su gusto los conceptos públicos. Fíjense que una reciente encuesta en La Vanguardia revelaba que los catalanes habían sustituido el tótem del derecho a decidir por el de la “mesa de diálogo entre gobiernos”. En Cataluña siempre pueden ocurrir todo tipo de milagros demoscópicos y eso sin contar con el inefable Tezanos.
Sea como fuere, me parece importante señalar que Sánchez y sus socios debieran tener en cuenta que en España la Constitución y los Estatutos ofrecen instituciones bastante transparentes para hacer política. Los parlamentos, las conferencias sectoriales y las comisiones bilaterales aportan por ejemplo espacios más o menos reglados cuyos actos pueden ser sometidos a algún tipo de responsabilidad democrática.
Claro está que si lo que se va a tratar a lo mejor no tiene encaje constitucional o va a terminar afectando de forma importante a los intereses de otras Comunidades Autónomas, lo mejor --habrán pensado-- es hacerlo en un foro paralelo no sometido al escrutinio de los ciudadanos. El gobierno central y catalán han hecho suyo el viejo aforismo schmittiano que rechazaba el proceso político parlamentario porque “era la diplomacia pública de los agentes que tienen un poder secreto”.
Quizá sean los modos políticos de la confederación plurinacional hacia la que nos encaminamos. En mi opinión, las dos elecciones generales del año pasado legitimaron la propuesta de Sánchez --más o menos implícita-- de negociar con el independentismo. La opción elegida por ambos actores parece la de las mutaciones constitucionales: en vez de proponer una reforma que reconstruya democráticamente la posición de Cataluña en la Norma Fundamental y el Estatuto, se ha preferido seguir la vía informal, por así decirlo.
Se trataría como hipótesis de incorporar mediante legislación ordinaria de Cortes una serie de elementos --financiación, cooperación administrativa y blindaje identitario-- que en su conjunto pudieran ser considerados como el estatus jurídico particular encargado de proteger el hecho diferencial que Pujol puso en circulación en su discurso del Senado en 1994.
Desde este punto de vista, nada impide que el gobierno central y, en particular, los grupos parlamentarios que lo sostienen, hagan una proposición que vaya más allá de las ocurrencias y medio verdades al hilo del “conflicto político” que los independentistas han logrado colar en el marco mental de la izquierda. Nada se opone --la jurisprudencia constitucional así lo señala-- a que se hable sobre un referéndum de autodeterminación en Cataluña o sobre la articulación de una “cláusula catalana” en la Constitución.
Ahora bien, este tipo de negociaciones tienen que ser conocidas por la opinión pública y discutidas porque afectan al Estado social y democrático de Derecho. No estamos, que sepamos, ante un nuevo proceso constituyente. Por lo tanto, llévense las reivindicaciones nacionalistas a las Cortes y discútanse a cara descubierta en sus órganos desde el punto de vista de los valores que la propia Constitución dispone: la libertad, la igualdad, la justicia y el pluralismo.
La sola idea de sustraer un debate tan importante al influjo de la Norma Fundamental, de llevarlo a una mesa de negociación ajena a las instituciones democráticas, solo indica el cariz que está tomando en España la política como consecuencia de los hiperliderazgos, la manipulación mediática y una diplomacia pública más propia de las siempre lejanas sociedades iliberales.