En Cataluña no hay una voz política capaz de testimoniar con elocuencia la vuelta a la normalidad democrática. Acostumbrados a la epopeya heroica del procés, solo esperamos tiempos más manejables en los que Junqueras y el resto de presos verán la calle gracias a la aplicación del 100.2 del Código Penitenciario, que significa un tercer grado (vivir fuera y dormir dentro), colado de rondón. El titular de Justicia, Juan Carlos Campo, impulsará la revisión del delito de sedición para rebajar las penas que conlleva, pero parece seguro que se recuperará la prisión para castigar los referéndums ilegales.
El Gobierno considera que los cambios normativos bajarán la tensión; paralelamente, la Mesa Cataluña-España mantendrá el paripé de un pacto imposible, tan imposible como la autodeterminación, con Miquel Iceta al mando, cuando dice que por lo menos en diez años no habrá ningún referéndum en Cataluña. Al fin y al cabo, esta Mesa, pomposamente presidida por Sánchez y Torra con presencia del PSC, solo es un “mientras tanto”, como reconoce el propio Gabriel Rufián.
El mundo indepe más conspicuo --la República de Puigdemont, la Crida de Jordi Sánchez y lo quede del rabioso PDeCAT-- vive en un paréntesis a la espera de que Sánchez acepte la figura residual del Relator. Después de los Presupuestos de la Generalitat, entre mayo y julio, llegará el anuncio electoral de Torra, el viejo Fígaro. Por su parte, la ERC del consenso habla poco; sabe que cualquier orador improvisado podría oscurecer la banalidad de sus proclamas. Esquerra es un partido refundado desde la intriga, no desde el combate social, como lo fue en sus orígenes republicanos de hace un siglo. Hoy es un cascarón; por dentro, ignora el sentido de la mesura, utiliza la hipérbaton para hablar de sus gestas y no acepta límites. Pero por fuera, baja los visillos para negociar de tú a tú con el Gobierno; domina el talento de la insinuación, inclina la cerviz y hace de sus secretos una obra de gobierno,
Por su parte, JxCat, a punto de su extinción, consigue lo contrario de lo que pretende. Un ejemplo: habla de más y la Fiscalía reacciona con un recurso que prohíbe el tercer grado de Jordi Cuixart, que finalmente se salva por la campana cuando el Tribunal de Vigilancia Penitenciaria rechaza el recurso del ministerio público. Los de Laura Borràs, cuando no están en Nueva Caledonia, ponen en peligro las competencias penitenciarias de la Generalitat, la única esperanza de los presos. También se pasan de frenada al desconocer que cuando Dolores Delgado tome posesión de la Fiscalía del Estado evitará pronunciarse sobre los presos para no ser recusada con la aplicación de la Ley Orgánica del Poder Judicial reformada por ella misma, cuando era ministra de Justicia.
Esta Ley dice que un ex político es incompatible por un espacio de tiempo con la carrera judicial, sin embargo el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) la consideró idónea. Es una prueba de la confusión reinante: la desjudicialización de la política se judializa de nuevo en el laberinto español.
El aperitivo del lunes entre Sánchez y Pablo Casado no cambia nada por mis redaños: mantenemos el ciclo conservador en el Supremo, el Constitucional, el CGPJ, la Junta Electoral Central y el Tribunal de Cuentas; no frost. Y además, mañana jueves día 20, Delgado será el blanco de la oposición en su comparecencia prevista en el Congreso, donde la cámara legislativa tiene que decidir sobre su idoneidad. Bronca asegurada.
El “mientras tanto” de Rufián, la mesa Cataluña-España, se mueve a pesar de todo, aunque sea en la penumbra de la discreción. Ya la controlan los técnicos del Estado a través de la Subcomisión de Seguimiento, Prevención y Solución de Conflictos, que han pactado leyes sociales en materia de vivienda y de pobreza energética. Asimismo, los técnicos han recuperado las pagas extra de los funcionarios de la Generalitat, han puesto en marcha planes de igualdad en las empresas y medidas de ayuda al sector agrario.
A base de acuerdos, las dos administraciones evitarán los cansinos recursos al Tribunal Constitucional por el buen o mal uso de las competencias. Lo que han arreglado los currantes se someterá a la firma de los políticos en la primera reunión de la Mesa bilateral. Pero pensemos que los avances aburren, resultan prosaicos frente a la disconformidad permanente de Puigdemont y Torra, dos sujetos que deberían saber que trabajar, lo que se dice trabajar, no está prohibido en España.
La distensión reduce el vigor; en cambio, la tensión huele a sangre y está bien vista en los platós, cafeterías y plazas públicas. Fígaro (Torra) vive desconsolado y su contraparte, Cherubino (Pere Aragonés), canta el Voi che sapete, el aria más celebrada. Entre los dos deberían decidir el momento de regreso al sentido común. Pero no, ellos quieren caer en el escenario, ser héroes a los ojos de todos. Mozart les atribuiría el papel de perdedores en su ópera Las bodas de Fígaro, estrenada en Viena hace dos siglos y medio, con una idea de fondo, que le viene bien a la España actual: “aquello que no está permitido decir, se canta”.
Mientras la política prosigue su extraño desvarío saturnal, la música escénica ha venido tal vez para salvarnos porque es la pausa meditativa de la oratoria, como deja claro la versión de Lluis Pasqual, en el Grand Teatre del Liceu. Nuestros políticos, abrasados en el horno de la comunicación, solo utilizan la escritura como nemotecnia de sus reflejos, puestos a prueba cada mañana ante una legión de medios.
El tiempo real está matando a la conversación. La ópera tiene un final previsible: Sánchez es el conde Almaviva de Las bodas, que trata de impedir la boda de Fígaro con la doncella. Mozart conquistó los escenarios de Europa con esta pieza prerrevolucionaria, poco antes de la noche de la Bastilla en París, pero lo hizo en una ópera bufa. Y este es el signo distintivo del procés: se mece entre la tragedia y la farsa.