El miedo a la cosa da más miedo que la cosa en sí. Especialmente cuando va de virus incubados en China, un país inmenso encerrado tras una muralla ciclópea. Medio siglo antes del Mobile World Congress (MWC), la Paramount puso en las salas de cine 55 días en Pekín (Nicholas Ray), una película en la que la música y la ciudad sagrada de una emperatriz expresaban la mejor arma de un poder autocrático: la ambigüedad. Esta actitud ha estado estos días encima de la mesa del actual presidente chino, Xi Jinping, y en los cuarteles generales de las telecos norteamericanas que caían del Mobile a saco empujando al resto, como piezas de dominó. La pandemia desatada en Wuhan presagia recortes.
Después de semanas de incerteza, portazo del responsable del evento, John Hoffman, un doctor en Filosofía por la Universidad de Minnesota, que no responde al criterio del economista gestor de Escuela de Negocios, pero que domina el maridaje entre las humanidades y la tecnología punta; buena mezcla reclamada a menudo por los grandes patronos del Silicon, como Steve Jobs, Nick Woodman, Reid Hoffman, Ruth Porat, entre otros. Hoffman, la inteligencia emocional de las telecos, se ha bajado del Mobile 2020; pero le queda un clavo: ¿Cómo se distribuirá el seguro de 100 millones contratado con la firma Willis Towers?
Ante el coronavirus, China se encastilló y cerró todas las ventanas. Transparencia cero; empatía menos mil. Pero eso sí, mucha autoridad y castigos ejemplares, mientras los sabios del mundo señalan que el virus, después de sufrir una mutación, “podría haberse escapado de un laboratorio de Wuhan que manipula patógenos”, según Francis Mojica, postulado al Nobel. Las autoridades de Pekín buscan al culpable y preparan el cadalso. Hablan de organización allí donde practican el autoritarismo cerril y de higiene, donde vuelan los virus zoonóticos.
Hoffman, defensor eufórico de Barcelona como sede del evento, esperaba una edición pautada por las novedades rabiosas de la tecnología digital y su fusión bendita con el Sónar. El llamado Xside iba a ser, al mismo tiempo, un palacio de la músicatrueno y la audiovisión avanzada, a la que el directivo pensaba enchufarle conciertos de piano de Mozart y las variaciones Goldberg de Johann Sebastian Bach. Pero de momento, nada. Las compañías norteamericanas de telefonía le han hecho la cama: Nvidia levantó el vuelo la primera y tras ella Amazon se unió a Microsoft y Alphabet (Google), miembros del exclusivo grupo de empresas high-tech que superan el billón de dólares de capitalización bursátil en el Nasdaq. Y 24 horas después, Intel, Cisco, Facebook, McAfee y AT&T anunciaron su retirada. Solo entonces se rindió Hoffman. El consejero delegado de la asociación empresarial GSMA, la patronal responsable del certamen, sintió en el cogote el aliento de Trump, la hidra de mil cabezas.
La guerra comercial entre Washington y Pekín ha roto todos los moldes. Ya no hay duda de que las compañías de Estados Unidos han sido empujadas por la Administración Trump para plantar al Mobile. Los ministros Manuel Castells (Universidades) y Reyes Maroto (Industria) se desahogan oficiosamente por los pasillos; por su parte, a la jefa de la Diplomacia española, Arancha González Laya, no le queda otra que morderse la lengua, mientras permanece en la sede de la ONU, en una sesión del Consejo de Seguridad.
Detrás de la presión norteamericana está la tasa Google española, el impuesto digital sobre las telecos, que el Gobierno llevará al Congreso. Aquí, Trump juega de lobista en defensa del mundo del silicio americano, mientras las compañías, por la cuenta que les trae, dejan hacer al presidente. Al máximo responsable de EEUU se le da muy bien utilizar los eventos internacionales para defender intereses que considera patrióticos, especialmente ahora cuando hemos entrado en un año electoral. Así se vio en el Foro de Davos, antesala de la retirada del impuesto digital en Francia por parte de Emmanuel Macron, ante el miedo a las barreras arancelarios de Washington. Norteamérica y China están sobre el mismo hemisferio, de modo que si efectuáramos un agujero en el suelo de Kansas iríamos a salir frente a la costa de Shanghái, como narró El síndrome de China, la película de Jane Fonda sobre un accidente en un reactor nuclear que orada el planeta.
Después del SARS, la gripe aviar, el dengue o el ébola, la sociedad viral de nuestros días se solapa al terror nuclear de siempre. Hace ya mucho que el mundo inventa metáforas, como la de Jack London, que anticipó hace un siglo una paranoia colectiva en La peste escarlata o el reciente virus de las frambuesas, como el inicio de una invasión extraterrestre contada por Stephen King, en el El cazador de sueños. Resúmenes más o menos acertados, pero no remedios; entretenimientos, a la espera de las vacunas o del fin, como los nobles de Petrarca en Decameron.
John Hoffman, el consejero delegado de GSMA, repite y repite que la cancelación del congreso “se debe a un caso de fuerza mayor”, justo el concepto fijado en la póliza de seguros del certamen, cuya aplicación evitaría hacer frente a la cascada de reclamaciones. La organización quiere reducir el coste en indemnizaciones vinculado a un evento con 2.800 empresas y un impacto inducido sobre la ciudad de 500 millones de euros. Nadie nos explica en qué consisten las clausulas secretas del seguro suscrito por el Mobile. La indefinición inicial de Pekin frente al virus y el inmoral trato de Trump al libre comercio han ido por delante. Y finalmente, cuando se trata de intereses económicos concretos, el seguro no aparece; gana de nuevo la ambigüedad.