Con la crisis económica de 2008 y la puesta en evidencia de los niveles de endeudamiento público agravados por el déficit presupuestario, la doctrina liberal dominante se obsesionó en reducir la intervención pública acusando al Estado de ser insostenible con sus necesidades de gasto crecientes y, a su entender, injustificables. Es lo que el propagandista neoliberal Grover Norquist definió gráficamente como el objetivo de "reducir el gobierno al tamaño que nos permita ahogarlo en la bañera".
Ciertamente que los ingresos fiscales han ido decayendo durante y por efecto de la crisis económica, aunque no únicamente por eso, porque esta es una tendencia que se había ido evidenciando mucho antes de 2008, como resultado de la disminución de la tributación de las rentas de capital, las grandes fortunas y las mayores corporaciones con domicilio fiscal indeterminado y con múltiple mecanismos de exención, lo que para situarlo fuera de la criminalidad se denomina "elusión fiscal". Lo peor no es que cayera circunstancialmente la recaudación, sino que décadas de propagandismo favorable al recorte de impuestos haya terminado por convertir este objetivo como un ideal económico y político.
Uno de los aspectos más sorprendentes de los últimos años, es hasta qué punto se ha conseguido "despolitizar" el debate sobre los impuestos y sobre la fiscalidad, no sólo reduciendo todo a una cuestión técnica en relación con la obtención de los ingresos ineludibles de unos estados tendentes a malgastar, sino y especialmente vaciar el significado profundo que tiene el sistema tributario como vía de predominio de lo colectivo y como mecanismo básico e imprescindible de redistribución de la riqueza.
En un mundo en el que, quien más quien menos considera inaceptable el nivel de desigualdad acumulativa y creciente de nuestras sociedades, hasta niveles que ponen en duda la viabilidad de estas, curiosamente nadie parece querer poner en relación el empobrecimiento mayoritario con el 1% de ricos que concentran cada vez más una mayor proporción de las rentas.
Los sistemas tributarios ya no es que tengan notorias grietas y sean burlados, es que la naturaleza sobre las que se sostienen las estructuras fiscales, su propio concepto, hace tiempo que ha dejado de tener sentido, si lo que queremos es disponer de un sector público que garantice un nivel de servicios y de bienestar aceptable a la ciudadanía y, al mismo tiempo, evite una polarización de rentas tan extrema.
Estamos claramente ante un sistema de contribución al común insuficiente, pero especialmente ante un paradigma tributario totalmente desfasado. El tema no está en "aumentar los impuestos", si no en implantar una nueva fiscalidad en la que la base del sistema no sean ya las rentas del trabajo y se hagan desaparecer las múltiples vías de escape.
La formación de un gobierno de izquierdas en España, que pondrá en el centro de la acción política programas de actuación social que combatan la desigualdad y la desprotección de los sectores populares, así como el necesario aumento del gasto público para hacer una función equilibradora de la tendencia a la disparidad, pondrá de nuevo el foco de la discusión pública sobre la fiscalidad, con la ministras de Hacienda y de Economía, María Jesús Montero y Nadia Calviño respecticamente. La derecha hará, sin duda, el habitual demagogia sobre el carácter empobrecedor de una fiscalidad elevada y sobre los efectos de la inefable Curva de Laffer, mientras que la izquierda deberá saber explicar que el problema del déficit público en España no radica en el gasto, sino en una estructura de la ingreso que es a la vez insuficiente y poco equitativa, ya que recae en exceso en los segmentos medios y bajos de las rentas del trabajo. Se diga lo que se diga, la fiscalidad española es, globalmente, baja.
Está unos 8 puntos porcentuales por debajo de la media de la eurozona y casi 18 puntos por debajo del modelo nórdico. Pero sobre todo es injusta. El fraude fiscal se estima por encima del 20% y las posibilidades de elusión fiscal por parte de las grandes corporaciones desterritorializadas resulta ingente. Es aquí donde el margen para ampliar el ingreso resulta todavía muy alto y sería justo y equitativo que así se hiciera. Si queremos sostener y mantener el Estado de bienestar, una cuidada y renovada política fiscal resulta ineludible.