Para el museo del kitsch hay que conservar las fotos del día en que Gran Bretaña se despedía de la UE. Hemos visto algunas imágenes patéticas de gente celebrando, riendo a carcajadas como ganadores de la lotería; y de gente llorando, secándose las lágrimas con el trapo azul de las estrellitas; eurofuncionarios agitando banderas y bufandas; en fin, como si esta riña de gatos fuese un hecho histórico, y 2020, sin que nos diésemos cuenta el común de los mortales, una fecha a memorizar como la batalla de las Navas de Tolosa 1212.

El aparato mundial de propaganda y entretenimiento trata este asunto, como es propio de su naturaleza, como si tuviera carácter emocional y no fuese cuestión de grandes masas de dinero. Se manifiestan ostensiblemente sentimientos de liberación (con risas falsas) y de pérdida (con lágrimas falsas), pero es para las fotos, para fijar el relato que oculte el frío cálculo.

Esta exposición sentimental resulta embarazosa como el amigo que viene a casa a ver un partido de fútbol en la tele, le das una cerveza y se considera legitimado para gritar como un energúmeno, dar botes en la butaca y agitarse como un simio: hay en todo ello una coquetería perversa, una emocionalidad inducida. Sabes bien que paso del fútbol. Lo has dejado todo perdido de cacahuetes. Y me parece que aquí solo tienen derecho a llorar quienes estén convencidos de que el Brexit conducirá a una catástrofe personal, o sea quienes teman que serán expulsados de las Islas.

“Behind here lies nothing”. Los análisis sobre qué pasará con Europa, y con Gran Bretaña, o sea, si padecerá más por haber puesto nuevas trabas al mercado común o si, por el contrario, tiene escondida la piedra filosofal y los acantilados de Dover chorrearán cascadas de oro sobre el Atlántico, son especulaciones prematuras. No es que no tengan fundamento, sino que el futuro nadie lo conoce. Si pudiéramos confiar en las prognosis de los economistas, los intelectuales y los estadistas no conoceríamos las crisis.

Habrá que suponer que los altos burócratas de la Unión son conscientes de que no se les ha estado pagando tan bien para que disfrutasen de vidas pomposas y tomasen cada semana el avión; son conscientes de que las cursilerías sobre la amistad entre las naciones que ahora los publicistas hacen circular son solo anuncios de compresas, todo nubes y ligereza; de que en realidad las relaciones entre las Islas y el Continente serán de ahora en delante de competencia feroz más que de fraternal cooperación.

Que el Continente vaya a ganar en esta competencia es cosa que está por verse, por varios motivos, entre los que apuntaremos tres: en primer lugar, a partir de ahora a Gran Bretaña le interesa y trabajará por un Continente dividido, según la pauta que le ha funcionado bien a lo largo de la Historia y como le ha interesado siempre, salvo en las décadas en las que ha estado más o menos integrado en él; a partir de ahora se suma a las potencias que trabajan en ese sentido, y los proyectos financieros pregonados por el primer ministro indican ya una voluntad no ya parasitaria de Europa sino vampírica.

En segundo lugar, las pulsiones chovinistas que han desembocado en el Brexit no quedan aisladas y en cuarentena por el canal de la Mancha, sino que están desparramadas por todas partes y si en un plazo breve la economía británica no sufre serios descalabros será inevitable que la tentación de su ejemplo cunda. En tercer lugar, a nivel global no hay una idea de la política sin una idea de la guerra, y las fuerzas armadas de Gran Bretaña, sobre todo sumadas a las de los Estados Unidos, son infinitamente superiores a las europeas.