Una de mis grandes frustraciones en esta vida es no haber tenido nunca una cena de Navidad de empresa. Me gustaría saber qué se siente cuando tu jefe se emborracha a base de whiskies con hielo y se pone a bailar la conga encima de la silla y a decir a todo su equipo que los quiere, o que el becario guaperas, emocionado tras su segundo gin-tonic gratis, te tire los tejos aunque le dobles la edad.
Lo más parecido a una cena de Navidad de empresa que he llegado a tener es la cena de cumpleaños que monta cada año mi amiga Irene, una editora italiana residente desde hace años en Barcelona. Su cumpleaños cae a mediados de diciembre, así que el último fin de semana antes de regresar a Italia por Navidad convoca a todos sus amigos en algún restaurante del centro de la ciudad. Allí donde consiga mesa, vaya, me dijo Irene, porque por estas fechas no es fácil hacer una reserva para 30 o 40 personas. (A Irene le gusta celebrarlo a lo grande).
Este año nos convocó en El Rincón Persa, un restaurante iraní con luces de neón y un mural con leones y soldados milenarios flanqueando la puerta de entrada, sin ventanas por donde poder ver el interior. El típico local al que no entraría nunca, sinceramente. "Suerte", me deseó el amigo que me dejó en la puerta, aguantándose la risa y ocultándome que él iría a zamparse un pikantwurst y una chistorra en el frankfurt de su barrio (me hubiera dado envidia). Además, siempre da cierto pánico social llegar sola --y tarde-- a una cena de grupo.
Para mi sorpresa, la cena estuvo muy bien. Primero, por la comida: me quedo con las dolmeh (arroz envuelto en hojas de parra) y un delicioso puré de berenjenas con nueces, yogur y menta (kashk e bademjan) acompañado de hogazas de pan plano recién salido del horno. Segundo, porque tuve suerte con la compañía. Me tocó sentarme en una punta de la mesa, junto a una “expat” polaca, que estudió literatura centroeuropea en la universidad y ahora trabaja en el departamento de marketing de una empresa de Barcelona, una simpática italiana que se había puesto a estudiar Bellas Artes con 27 años y tenía tanta hambre como yo, y una chica de Jerez, comercial en una conocida bodega de vinos y espumosos local. En algún punto de la cena, la conversación derivó en si era mejor vivir dentro o fuera de Barcelona para huir de la contaminación, y cómo nos afectaba la falta de transporte público: la polaca decía que quería cambiar de trabajo, pero que descartaba cualquier oportunidad en las afueras de Barcelona porque no quería perder dos horas de su vida diaria desplazándose al curro. Y la jerezana lamentaba que ella podía hacer su trabajo desde cualquier parte del mundo --“desde la playa o el Pirineo", si quería, porque solo necesitaba el portátil y el móvil--, pero la empresa la obligaba a ir cada día a la oficina, lo que suponía “chuparse” el tráfico de las Rondas y generar un gasto innecesario de gasolina. "La cultura del presentismo es una tontería, además de insostenible”, dijo.
Yo no pude aportar mucho a la conversación. Llevo casi toda mi vida siendo freelance y trabajando en casa. No sé lo que es pasarse ocho horas en una oficina, con jefes y compañeros de trabajo de carne y hueso que entorpecen tu rutina laboral o te alegran el día con un chismorreo cuando os encontráis en la máquina de café. Mis únicos colegas de curro han sido durante mucho tiempo los electrodomésticos y cachivaches domésticos varios, como el escurridor de lechugas o el calentador del baño, con quien mantengo serias discusiones cuando se estropea.
Pero no hay duda de que cada vez hay más gente, especialmente los llamados “millennials”, en contra del presentismo laboral y a favor de entornos laborales más flexibles, que permitan compaginar vida personal y trabajo. “Si quieres atraer a los mejores a tu empresa, tienes que generar un contexto laboral donde los mejores quieran invertir su energía, sus neuronas, su alegría y su tiempo. No se trata de trabajar más o menos, de ganar más o menos. Se trata de confiar en ellos y ofrecerles un proyecto en el que crean”, me explicó recientemente Carlota Pi, cofundadora y presidenta ejecutiva de Holaluz, la primera comercializadora de energía 100% renovable que acaba de salir a bolsa.
Las oficinas de Holaluz ocupan dos plantas de un moderno edificio del puerto de Barcelona, con vistas espectaculares sobre el mar y la ciudad. El ambiente de trabajo es relajado y distendido: sofás, cocina abierta, slogans inspiradores y post-its de colores en las paredes, frascos con chocolatinas gratis, y hasta una guardería. En Holaluz tampoco hay horarios: la gente puede venir a trabajar cuando y desde donde le dé la gana, y no se controlan los días de vacaciones. “Hemos creado un sistema de objetivos, con seguimiento diario, que se definen entre todos los miembros del equipo, “así que quién soy yo para decirles a qué hora tienen que entrar, han de comer o se tienen que ir”, me comentó Pi, de 43 años.
De la misma generación de emprendedores tecnológicos que han logrado tener éxito empresarial está David Tomás, fundador de Cyberclick, agencia de marketing digital puntera en su sector, y autor de La empresa más feliz del mundo y Diario de un Millennial. Ambos libros son muy populares entre la comunidad emprendedora local, pues reflexionan de forma novelada sobre la necesidad de cambiar los contextos laborales para fomentar la motivación y la creatividad en las empresas. "Todos somos millennials, no se trata solo de una generación sino de un cambio de mentalidad”, dice Mateo, el protagonista de Diario de un Millennial. David Tomás, 45 años, también se lo cree, aunque hayamos quedado a las 11 de la mañana para un café y él pida una manzanilla y yo un té verde. “Vamos fuertes”, bromeé. David me explicó que había dejado totalmente el café porque se sentía demasiado dependiente, y llegamos a la conclusión de que forma parte de las manías extrañas que empezamos a adoptar todos al cumplir los 40. Yo, por ejemplo, solo bebo dos cafés al día. “¿Somos la generación manzanilla?”, le pregunté. “Puede ser...”
Sonará a idealista, pero le compro a Tomás la idea de que hay que fomentar el espíritu millennial, independientemente del año en que hayas nacido. Ser millennial implica luchar por lo que quieres ser y no abandonar tu vocación; y, como jefe, implica saber motivar y mantener ilusionado al equipo. ¿Cómo? Valorando sus ideas, ayudándoles a sacar el mejor partido. Eso se llama reconocimiento. ¿Cuántos, a lo largo de nuestras carreras, no hemos echado de menos que más allá de broncas, nos dieran una palmadita en el hombro y nos dijeran "lo has hecho muy bien"?.