Decía Francisco Thamara que al traducir el Libro de apotegmas de Erasmo (1549) había introducido algunos cambios: “También quiero avisar que en la interpretación no se ha seguido tanto la letra, ni la orden del autor, cuanto la brevedad y utilidad”. Justiniano hizo lo propio con su traducción de la Instrucción de la mujer cristiana de Vives (1528), hasta el punto que advertía al lector de las “cosas añadidas”: “No te escandalices, que si no me hubiera parecido bien no las hubiera puesto”. Ahora, como antes, muchos traductores también interpretan conforme a la opinión dominante, de la que a su vez son fieles servidores o militantes.
Cuando el movimiento nacionalcatalán --en cualquiera de sus versiones, sea republicanista, cupera o puigdemontiana--, ha querido internacionalizar la exigencia unilateral no se ha atrevido a expresarla con total claridad. Sus lúcidos comunicadores han preferido optar por una expresión breve y útil y, sobre todo, imperativa: “Spain, sit and talk”. Pero, ¿es una traducción literal del lema original?
La exigente versión en inglés conmina al diálogo y queda justificada por la necesidad de captar la benevolencia del lector internacional. Es sabido, como ha demostrado la Escuela de la Manipulación, que este modo de traducir es una forma de censura con la que los traductores afectos a un régimen manipulan los textos para esconder aquellos datos que puedan resultar peligrosos. El resultado es una traducción encrática, conforme a códigos de una ideología dominante represora, que en este caso es el nacionalismo separatista que exige e impone la totalitaria unilateralidad.
Recordemos que, según Roland Barthes, el lenguaje encrático es aquel que se produce, repite y extiende bajo la protección del poder: “Todas las instituciones oficiales de lenguaje son máquinas repetidoras: las escuelas, el deporte, la publicidad, la obra masiva, la canción, la información, repiten siempre la misma estructura, el mismo sentido, a menudo las mismas palabras: el estereotipo es un hecho político, la figura mayor de la ideología”. No hay duda de la intención y de la perversión de las consignas nacionalistas. Otro tema es cómo asumen de manera acrítica estos mensajes --tan descaradamente manipulados-- personas de todo nivel o condición, sean titulados superiores, analfabetos digitales, ricos de sangre azul, clase media con más de 6.000 euros mensuales, jubilados aburridos, pijos, conversos o demás millenials.
Ante tanto fanático y fanática, cabría recordar --como ha hecho recientemente Gabriel Tortella-- que España lleva dialogando más de 40 años con los nacionalismos periféricos. Y no deja de ser paradójico que, después de infinitas conversaciones y concesiones, los insaciables nacionalistas se hayan convertido en separatistas. ¿Ha servido de algo tanto diálogo?
Para el independentismo, a España ya no le queda ya más salida que terminar de dialogar o, lo que es lo mismo, de claudicar ante sus exigencias. Queda claro el sentido del imperativo e innegociable sit and talk. Aunque hubiéramos agradecido que al preparar los cartelitos o las pancartas para el Camp Nou hubieran tenido el valor de escribir sin disimulo su verdadero y humillante deseo: “España, arrodíllate y traga”.