España vive bajo el peso de su Constitución; pero afortunadamente, es la del 78, el mejor baldón de nuestra reconstrucción democrática. A semejante Minerva de la sabiduría y de la estrategia territorial todos la vindican cuando hablan de ella en bloque. Sin embargo, conviene recordar que algunos provienen de discursos anticonstitucionales fragmentarios, como le ocurre a Vox, heredera en parte de la añeja Alianza Popular de Fraga Iribarne de los tiempos en que el búfalo desatado le daba al cucharón paellero en un huerto de Quart de Poblet, sobre un suelo tapizado de tablones para no embarrarse los mocasines.
En aquellas comilonas de orfebrería pastueña se denostó a los padres de la Carta Magna --Miquel Roca, Herrero de Miñón, Pérez Llorca o Solé Tura-- hasta el delito de odio, que entonces no existía (y menos mal); y no hizo falta repetir que nadie votara aquella Constitución progre que la derecha menospreció, pero que hoy defiende celosamente. Aquellos negacionistas de albufera son los que ahora más la miman, como lo hace Ignacio Gil Lázaro, recién colocado --por el peso democrático de 52 escaños xenófobos-- en la vicepresidencia número cuatro de la Mesa del Congreso.
Un veterano de la Comunidad Valenciana que ha estado más de tres décadas entre el Congreso y el Senado, primero con Alianza Popular, y después con el PP. Fue vicepresidente cuarto y secretario primero y tercero en la Mesa del Congreso cuando las legislaturas duraban cuatro años. Aguantó a Rajoy hasta que se hartó de la “derechita cobarde” y se incorporó a Vox. Pero lo que no cuenta Lázaro es que decidió romper el carnet el día que Isabel Bonig le pasó delante y lo expulsó de la Cámara, en la última lista del PP. Había perdido apoyos internos tras la caída de la llorada Rita Barberá, una de sus principales valedoras, dama fuerte de aquel búnker barraqueta germinado como reacción españolista ante la diáspora pancatalanista de los años 80.
Del empuje a contracorriente de más de una década emergió la suerte del PP en el pacto entre políticos conservadores y el mundo empresarial. Durante la marginación de la derecha valenciana, Gil Lázaro supo guardar silencio, en una camarilla de control en la que figuraban García-Fuster, Martín Quirós y Giner Miralles, bajo la dirección de Juan Antonio Montesinos, fundador de AP y entonces vicepresidente nacional. Así se llegó al momento en que Benidorm se convertiría en el epicentro del Partido Popular. Allí, en diciembre de 1990, nació el PP y allí comenzó la combustión pública de Eduardo Zaplana, quien un año después alcanzaría el fulgor al convertirse en flamante alcalde de la ciudad de los prodigios.
Zaplana fue el responsable de la reacción avasalladora del mundo conservador ante un socialismo que hacía aguas por primera vez. Él acabó con 13 años de gobierno de Joan Lerma. Primero fue nombrado presidente regional de su partido, en el congreso celebrado en Castellón. En pocos años, con la ayuda de Maruja Sánchez --la llamada Bienpagá en plazas públicas y palacios privados--, alcanzó la presidencia de la Generalitat valenciana. Después fue al Ministerio de Trabajo con Aznar en Moncloa y remató su salida de la política por la puerta giratoria de Telefónica.
Eran años de luz y palmaditas en las espaldas anchas de la derecha levantina. Se reunían en el PP las condiciones óptimas para el intercambio de mercancías y papeles. Triunfaba la armonía jovial de voces monocordes (Francisco Camps y Costa enfundados en ternos viscosos, sirven de ejemplo) que contribuyeron a la sanfaina del “España va bien y Valencia es un torpedo”, con el final infeliz de imputaciones y procesos judiciales. Las decisiones institucionales y su legitimación pública pasaban por pocas manos escogidas. La Faes de Aznar tintineaba a la luz de colaboradores neutrales llegados de Valencia --y de otros puntos de España-- para conformar el alto mando ideológico del centro político. Zaplana y su mano derecha, José Luis Olivas, ganaron en todos los frentes a sus camaradas de partido. Fueron bendecidos por la bisagra de entonces, Unió Valenciana, la misma formación que había cobijado el ascenso de Rita Barberá en el municipio de Valencia.
Sin llegar al color levantino, la experiencia catalana demostró, muchos años antes, que el regionalismo es el contrincante más duro que le puede salir al nacionalismo. El valencianismo anticatalán, como semiente del barraqueta, impuso que los valencianos escribieran hui por avui, moatros por nosaltres, txuaor por jugador o servici por servei; un toque enriquecedor si no atendemos a tozudas estrategias políticas. Aquel combate retórico se instaló además en el otoño del humanismo, al situar el origen de Valencia en el milenario Reino de Taifa, independiente del Califato de Córdoba.
El peso de la mitología resulta aparentemente inofensivo en el complejo mapa político actual. En la nueva Mesa de Meritxell Batet, el PSOE se ha hecho con tres puestos, igual que Unidas Podemos; el PP logra dos, Vox se queda con uno y Ciudadanos no consigue representación. Con las navajas todavía abiertas debajo del mantel, en el último segundo, Ciudadanos acusó al PSOE de haberse bajado del acuerdo previo que incluía tres puestos para el PP en la Mesa y uno para Ciudadanos, dejando fuera a Vox. Unidas Podemos señala que para desbancar a Vox precisaba los votos de los diputados de ERC, PNV, JxCAT, EH Bildu, Más País y la CUP. Por su parte, el número dos de la derecha dura y populista, Ortega Smith, denunció solemnemente la maniobra de los que son sus socios --el PP-- en la Asamblea de Madrid, en la Alcaldía de la capital y en la Junta de Andalucía.
Si no provoca una crisis en su bloque, el regreso de Gil Lázaro vale su peso en oro y le confirma como ganador desde que se quedó fuera del Congreso después de 33 años de recorrido parlamentario. Le señala además como el único representante de la Comunidad valenciana en los 16 puestos que se reparten las mesas de las dos cámaras legislativas. En todo caso, su constitucionalidad, puesta en duda por el programa electoral de su partido, blanquea una ideología antieuropea.
La Constitución social asoma de nuevo. Quienes más la defienden de boquilla, en realidad, la odian. La Carta Magna del 78 es una realidad acreditada a base de mentiras.