Un juez de la Audiencia Nacional ha imputado al gigante bursátil Fomento de Construcciones y Contratas (FCC), por el pago de mordidas en Iberoamérica. Le achaca los delitos de blanqueo de capitales y de corrupción en transacciones internacionales. El caso resulta llamativo, por cuanto es la propia FCC la que denunció a la fiscalía el escándalo, acaecido varios años atrás.
El poder supremo de FCC reside actualmente en manos del magnate mejicano Carlos Slim, uno de los hombres más ricos del mundo. Salvó a la empresa de la quiebra, a base de inyectarle varios miles de millones de euros.
Esther Koplowitz, la anterior propietaria, no tuvo más remedio que ceder la mayor parte de su paquete de control a Slim, con lo que vio reducida su participación a cifras mínimas. Gracias a este sacrificio pudo evitar el inminente colapso de la otrora pujante compañía.
Los untes perpetrados por FCC en el nuevo continente ascienden a la conspicua suma de 82 millones. Entre los receptores figura nada menos que Ricardo Martinelli, en su día presidente de Panamá.
FCC compró la voluntad de este personaje para que le abriera las puertas del país del canal, es decir, para que le facilitara trabajos y adjudicaciones.
Satisfizo el soborno mediante un original procedimiento. No entregó la pasta en efectivo al dignatario panameño. En vez de ello, le transfirió –por el irrisorio precio de 150 dólares– el 50% de una sociedad que estaba provista de activos valorados en 10 millones de dólares. Martinelli utilizó un testaferro para enmascarar el gatuperio.
A partir de aquí, a FCC le cayó una ristra de encargos llovidos del cielo, por importe de centenares de millones, incluida la construcción de dos líneas de metro.
El abono de coimas en Iberoamérica, África y otros enclaves es una práctica absolutamente corriente. En determinados países del segundo y tercer mundo es casi la única forma de anudar negocios. O se pasa por las horcas caudinas del sistema establecido y se libra el cohecho al político de turno, o las posibilidades de hacerse con pedidos suculentos son muy escasas.
Pero no hay que cruzar el charco para descubrir lances de latrocinio al por mayor. En España abundan por doquier. Constituyen legión las constructoras grandes, medianas y pequeñas que han desembolsado comisiones bajo cuerda. Curiosamente, nunca se procesó a los principales capitostes de las corporaciones. Cuando la policía destapó los entuertos, el pato lo acabaron pagando directivos de segunda y tercera fila, o un bedel que casualmente pasaba por allí.
Si nos centramos en Cataluña, quizás la trama de venalidad más aparatosa la encarna Convergència. Tal formación devino una máquina depredadora de caudales públicos. No hubo obra en estas latitudes que no llevara aparejada la correspondiente partida de dinero negro para colmar la avaricia de los conseguidores nacionalistas.
El partido de Jordi Pujol y Artur Mas se convirtió así en algo bastante parecido a una cuadrilla de recaudadores subterráneos, de una avidez insaciable. Los desmadres protagonizados por gente de Convergència se cuentan por docenas. Acaso el más paradigmático sea el del Palau de la Música, por donde se canalizó una auténtica riada de fondos.
También en Madrid abundan chalaneos del mismo estilo, por la potísima razón de que el gran distribuidor celtibérico de contratas es el Ministerio de Obras Públicas, ahora llamado púdicamente de Fomento.
Son incontables las muestras de mangoneo que arrojan las últimas décadas. Las más frecuentes y de mayor bulto se prodigaron bajo los Gobiernos de Felipe González y Alfonso Guerra. Por ejemplo, en la época de ese dúo sevillano, el consejo de ministros ajudicó el tendido y el material rodante del AVE Madrid-Sevilla, por valor de miles de millones de euros, a empresas alemanas y francesas.
Luego se averiguó que éstas habían ingresado previamente la consabida comisión en las cuentas abiertas en bancos suizos por los testaferros del aparato de recaudación del PSOE.
Por tal motivo --entre otros muchos--, al lema propagandístico de los socialistas “cien años de honradez”, pronto hubo que añadir la célebre coletilla “y ni un día más”.