Las preguntas sin respuesta son odiosas porque nos enfrentan a nuestra incompetencia, a nuestra falta de perspicacia o a nuestro desinterés. Cuando la existencia de múltiples odiosas preguntas se convierte en un fenómeno social y político, la preocupación por el colectivo en cuestión debería afectarnos seriamente, principalmente si formamos parte de dicho colectivo. Y este es el caso. ¿Cómo acabará lo nuestro?, ya saben, el conflicto político que nos tiene apresados, ¿Cuándo llegará el final? ¿Servirán para algo las continuas elecciones al Congreso, al Senado o al Parlamento de Cataluña?
Sabemos cómo hemos llegado hasta aquí, conocemos de memoria los nombres propios de quienes nos han empujado hasta la república o el reino de las preguntas odiosas e incluso podríamos llegar a elaborar un completo memorial de las causas y las razones aportadas por todos los protagonistas en esta larga marcha hacia un nudo gordiano cuya complejidad se está demostrando fuera del alcance de los llamados a resolverlo. Esto es todo.
Los interrogantes están ahí, nos persiguen desde hace tiempo, sin que nadie dé muestras ciertas de tener ni idea de qué puede ocurrir, de cómo puede suceder y de quién puede dar con una solución aceptablemente realista. A menos que uno tenga fe en los milagros o acepte la ballena como animal de compañía, la sensación de desamparo es casi angustiosa, y si además atiende a la retórica electoral, entonces estará completamente confuso y perdido.
Es difícil alejarse o desconectar del fenómeno de desorientación general, porque la intensidad del humo que produce permanentemente esta hoguera de gesticulaciones, réplicas y contrarréplicas superfluas, convenientemente esparcido por los múltiples ventiladores de los que disponen entre todos, nos mantiene subyugados, cegados, impidiéndonos descubrir que permanecemos varados, inexorablemente.
El pesimismo atribuible a tanta pregunta sin respuesta nace, curiosamente, por el consenso existente sobre la contestación a un interrogante inevitable: ¿estamos mejor o peor a día de hoy de lo que estábamos en 2017? Remontarnos a 2010 implicaría una flagelación excesiva para el país, del todo innecesaria. Difícilmente encontraríamos a nadie dispuesto a defender que estamos mejor.
Los unos, porque el sueño de la victoria profetizada se desvaneció en pocas horas, las que van de la gloriosa resistencia a la policía y el cierre de los urnas a la comprobación de que sus dirigentes no estaban dispuestos a arriar la bandera española ni tenían nada previsto, tal como fueron confirmando los días sucesivos. Los otros, porque la sospecha tranquilizadora (y algo prepotente) de que aquel embate unilateral no podía prosperar de ninguna manera frente a un Estado de derecho se ha ido transformando en alarma profunda al comprobar que la frustración de aquel octubre se ha enquistado socialmente, alumbrando una confrontación política y emocional entre catalanes que no augura nada bueno.
Y todo esto, en la inoperancia del Estado y los partidos en la búsqueda de soluciones políticas, en la dureza de los jueces, en la revelación de una violencia incubada en la indignación y en la ausencia de un Gobierno en la Generalitat merecedor de tal nombre. Las urgencias ahora están muy lejos de ningún objetivo político o institucional de futuro. Estamos, según a quién escuchemos, en la recuperación de la convivencia o en la exigencia de una amnistía, todo muy incipiente y muy voluntarioso para estar en condiciones de atreverse a responder a las odiosas preguntas que nos persiguen. Unas preguntas que para más inri podrían incluso perder sentido, de confirmarse alguna de las muchas amenazas de excepcionalidad que rondan por los discursos de los más frívolos.