Intuyo que Jordi Pujol debe sentirse muy orgulloso ante el episodio de insania colectiva y suicidio social que estamos viviendo estos días en Cataluña a raíz de la sentencia del Supremo para los aprendices de golpista del 1 de octubre de 2017. A fin de cuentas, no deja de ser la culminación del duro trabajo por él emprendido desde que llegó a la presidencia de la Generalitat en 1980 y de ese Programa 2000 que hemos conocido recientemente: imponer los designios de media Cataluña (la suya; o sea, la buena) a la otra mitad (esos descreídos a los que les parecía perfectamente razonable ser españoles y catalanes a la vez y, como Antonio Machín, no estar locos), sin prisa pero sin pausa y contando con la colaboración de los Gobiernos centrales a la hora de mirar hacia otro lado cada vez que necesitaban los votos del jefe de la catalana tribu.
Puede que el prusés le pillara mayor y desprestigiado --esa posteridad que tanto le preocupaba no va a ser muy amable con el viejo mangante y su familia de delincuentes financieros--, pero su influencia se aprecia claramente en personajes tan lamentables como Artur Mas, Carles Puigdemont y Quim Torra, que sin él no serían nada, como aquel personaje de una canción de Amaral: un trepa de ciudad y dos iluminados de pueblo, siempre peor el nuevo que su predecesor, lo cual lleva a pensar que al sustituto de Torra habrá que ficharlo en el reino animal. Pero, aunque la tabarra máxima les haya tocado protagonizarla a estas tres lumbreras, el inspirador de sus delirios es claramente ese carcamal que, a este paso, la va a diñar sin haber pagado por sus daños morales a esa comunidad a la que tanto dice amar.
Las miradas de odio que se aprecian estos días en muchos de los manifestantes son fruto de un sistema escolar y de unos medios públicos de comunicación que se inventó el señor Pujol. Lo que no logró Franco --convencer a la gente de que sus chorradas eran la palabra de Dios--, lo ha conseguido Pujol en el mismo lapso temporal. Bastaba con fomentar desde la escuela el odio a España, de manera discreta y silenciosa y acusando de paranoico y facha a quien apuntara en esa dirección, y de convertir Catalunya Radio --desde donde ahora urgen a la rebelión sus presentadores mejor pagados-- y TV3 en un aparato de agitación y propaganda que ríanse ustedes de Goebbels, ese aprendiz. La juventud, que no se tragaba ni una patraña del Caudillo, se ha tragado todas las de nuestro primer y más relevante conducator. Mira que era fácil, visto desde ahora: sustituir profesores desafectos por buenos nacionalistas, colocar de rectores en las universidades a separatistas o pusilánimes --que ahora exhortan a sus alumnos a saltarse las clases para apuntarse a la revolución, con o sin sonrisas, casi mejor sin--, sobornar a los medios de comunicación privados --¿sobreviviría El Nacional sin la sopa boba mensual en forma de publicidad institucional o acceso directo al fondo de reptiles?-- y presionar a la sociedad hasta que viera que no hay vida fuera del nacionalismo. Tuvo más de 30 años para hacerlo, pues nadie lo vigilaba, y si no se llega a significar como independentista al final de su carrera político-criminal, seguiríamos sin saber nada de sus lucrativas trapisondas.
Su espíritu planea ahora sobre las histéricas manifestaciones organizadas por la ANC, Omnium Cultural, los CDR o el misterioso Tsunami Democràtic, surgido tal vez de la mente privilegiada de Puchi I de Waterloo. Es posible que el carcamal de Pujol esté ya con un pie en la tumba, pero puede reventar tranquilo: la Cataluña que soñó es ya la Cataluña en que vivimos; y Barcelona, esa birria de ciudad en la que ya no reconocemos a aquélla que, en los años 70, soñaba con ser, para algunos ilusos como el que esto firma, la Nueva York del Mediterráneo es también, en gran parte, obra suya. El hecho de que los encargados de cumplir sus designios sean un arribista y dos palurdos no creo que le inquiete demasiado, pues así puede brillar más él, el genuino Padre de la Patria, ese del que ya hay quien dice que, si ponemos en un plato de la balanza todo lo bueno que ha hecho por Cataluña y en el otro todo lo malo, el primero gana por goleada: cuando el ciudadano muta en fanático lleno de odio, puede pasar cualquier cosa.