En España, la generación del baby boom comprende a todos los nacidos en nuestro país entre 1958 y 1977. Un período en el que cada cohorte anual superó los 650.000 integrantes, una cifra que no se ha alcanzado en ningún año anterior ni posterior.

En el pasado, dicha generación constituyó una bendición para el sistema público de pensiones, pues sus aportaciones fueron decisivas para pagar las remuneraciones de los pensionistas y permitir que la Seguridad Social tuviera superávit. Sin embargo, el crecimiento del número de jubilados, el aumento de la pensión media y la reducción del número de cotizantes por pensionista han hecho que aquélla tenga déficit desde 2011.

En dicha fecha, ascendió a 995 millones de euros (0,1% del PIB). No obstante, el año pasado ya era de 18.826 millones de euros (1,57% del PIB). Dado un déficit público de 30.495 millones (2,54% del PIB) en 2018, el desequilibrio de la Seguridad Social suponía el 61% del observado en el conjunto de las administraciones públicas del país.

En la actualidad, la cuantía de dicho déficit constituye un gran problema. Sin embargo, lo será mucho más a partir de 2023, si no existe consenso para adoptar medidas extraordinarias. Un ejercicio en el que empezará a jubilarse la generación del baby boom y en el que ésta puede convertirse en una verdadera maldición para las cuentas del sector público.

Las medidas paliativas no son suficientes. El Gobierno del PSOE las ha utilizado en 2019, al aprobar un elevado aumento de las bases máximas y mínimas de cotización de los asalariados (7% y 22,3%, respectivamente) y uno ligero de las de los autónomos.

El incremento de la recaudación obtenido, al que se añadirá el generado por un considerable aumento del empleo (más de 400.000 nuevos puestos de trabajo) y el más elevado de los salarios desde 2011, no supondrá ni tan solo una solución al déficit actual de la Seguridad Social, pues éste se situará alrededor de los 17.430 millones de euros.

La clave estará en un crecimiento de sus gastos bastante similar al de sus ingresos. Dos tipos de motivos explican el elevado aumento de los dispendios: automáticos y voluntarios. Los primeros serán el incremento del número de pensionistas y de la pensión media. Los segundos tendrán como base el aumento del poder adquisitivo de los jubilados (el más elevado del siglo XXI) y las mayores coberturas a la que debe hacer frente la Seguridad Social (permisos de paternidad más largos, subsidio a los desempleados entre 52 y 55 años, etc.)

Por tanto, para transformar el déficit en superávit, estimo que solo existen dos soluciones viables. Ambas extremadamente impopulares. Para aplicar cualquiera de ellas, es imprescindible una gran consenso político y social. Una supondría la reducción del poder adquisitivo de los pensionistas, la otra el retraso en la edad de jubilación.

La primera inspiró la reforma realizada por el gobierno de Rajoy en 2013. Utilizaba dos principales instrumentos para conseguir su propósito: una revalorización anual de las pensiones desligada de la variación del IPC (sería del 0,25% si la Seguridad Social tenía déficit) y una caída del importe de la primera pensión si aumentaba la esperanza de vida.

La segunda estaba detrás de la ley de Zapatero de 2011. Tenía un carácter muy light, pues implicaba un progresivo retraso de la jubilación. El período transitorio acababa en 2027, ejercicio en que debían jubilarse a los 67 años aquellos que hubieran cotizado a la Seguridad Social durante un período inferior a los 38 años y 6 meses.

Entre ambas opciones, mi elección es muy clara: elijo la segunda. Considero que el mantenimiento del poder adquisitivo de las pensiones debe ser una prioridad absoluta para cualquier país que pretenda ofrecer a sus ciudadanos un sólido Estado del Bienestar. Si no fuera así, supondría condenar a muchas personas mayores a no retirarse nunca. Por tanto, creo inevitable el aumento de la edad de jubilación.

Mi propuesta no sería progresiva como la de Zapatero, sino mucho más drástica. Desde 2021, la jubilación pasaría a los 70 años para todos los trabajadores, excepto aquellos que ocupen un empleo en el que sea necesario realizar un gran esfuerzo físico. La lista no sería larga.

Establecería cinco medidas complementarias: incrementar notablemente los costes de despido de los mayores de 55 años, aumentar de 15 a 20 anualidades el período mínimo de cotización necesario para percibir una pensión contributiva (el complemento de mínimos tuvo un coste de 7.148 millones de euros en 2.018), el importe de la jubilación tomaría como base la media de las cotizaciones durante 30 años (corregidas por la inflación y escogidas por el trabajador), la eliminación de la pensión de viudedad para todos los que perciben otra contributiva (sin carácter retroactivo) y la supresión de todos los privilegios de los empleados públicos.

La totalidad de las anteriores medidas haría que la Seguridad Social consiguiera un elevado superávit, el Fondo de Reserva volviera a crecer, disminuyera los pagos a pensionistas que directamente sufraga Hacienda y pudiera incrementar anualmente un poco el poder adquisitivo de todos los jubilados. La mejora de las cuentas públicas permitiría impulsar el gasto en sanidad, educación y asistencia social, así como la inversión en infraestructuras e I+D+i. El resultado más probable sería un impulso del PIB.

En definitiva, las pensiones del futuro pueden ser mejores que las actuales, si la ley nos obliga a jubilarnos más tarde. Una magnífica pensión y el retiro a los 65 años será incompatible. Una edad que se estableció en 1.919 cuando la esperanza de vida, una vez alcanzada la jubilación, se situaba en 10,18 anualidades. En cambio, según el INE, en 2021 estará en 19,7 y 23,6 años para los hombres y las mujeres, respectivamente. Además, no existe comparación posible en relación a las condiciones que hace un siglo y ahora llegan las personas a la edad de jubilación.