Podría resumir lo que voy a transcribir en una sola frase: en Cataluña, hemos pasado de una fase de solapada y consentida deslealtad institucional a una fase de abierta intimidación, también institucionalizada.
Hoy se cumplen dos años de la eclosión manifiesta de ese cambio, culminada en un referéndum ilegal que vino a dar cumplimiento a unas previas actuaciones insurreccionales llevadas a cabo por los organismos públicos autonómicos, desde Generalidad a Parlamento, pasando por ayuntamientos, y con la inestimable colaboración de asociaciones abiertamente insurreccionales.
No escribiría esto si no fuera por la sorpresa que me causa leer y escuchar, gracias a los altavoces mediáticos al uso, voces atemorizadas por la presunta incautación de material terrorista, o belicista, o insurreccional, a un grupo de radicales independentistas. Parece que ese hecho, que para mí no es nada sorpresivo, ha abierto los ojos a muchos conciudadanos que no han querido o sabido ver lo que estamos padeciendo los constitucionalistas que residimos --o, en mi caso, que somos por sangre y por nacimiento-- en Cataluña.
A raíz de todo ello, me permito hacer este breve repaso de la vida diaria de un catalán no contaminado por la semilla del odio y la xenofobia.
Verán, desde hace muchos años, en esta comunidad la bandera nacional no ondea, ni se espera que lo haga. De un tiempo a esta parte se ha impuesto la estelada, pero el símbolo nacional ya hacía mucho tiempo que había desaparecido de los edificios institucionales hasta el punto de que, con la gran cantidad de competencias cedidas a las Comunidades, ahora solo pueden divisarse en las administraciones de Hacienda y en las sedes de la policía nacional. Dos organismos que, precisamente, no suelen ser del agrado del ciudadano medio.
Hace ya muchos años que se celebró un primer referéndum ilegal en Cataluña, en un municipio del Maresme. Pasó desapercibido, salvo para un abogado del Estado que tuvo la valentía de recurrirlo ante los tribunales. Al final, como ha venido ocurriendo con casi todo, ese acto claramente inconstitucional le salió gratis a sus promotores, sin que nadie alzara una voz para criticarlo. El papel de bisagra de los partidos regionales ha hecho mucho daño --y sigue haciéndolo con mayor motivo-- en ese sentido.
También hace décadas que un puñado de valientes padres se han venido rebelando frente a la ejecución de las políticas educativas en los colegios de sus hijos. En este caso, la perversión parte de un acuerdo gubernamental --el pacto del Majestic-- que permitió la supervivencia jurídica de una ley manifiestamente inconstitucional y, de aquellos polvos, vino la implantación de un sistema educativo abyecto, especialmente diseñado para la desconexión de los niños con su país; un método de concienciación nacional basado en la exclusión de la lengua común en beneficio de la particular, y en la selección de un profesorado especialmente afecto a la causa nacionalista.
Varias sentencias han condenado a colegios por la postración del castellano en detrimento del catalán, aunque su ejecución nunca ha sido posible por dos motivos muy sencillos de entender: el primero, porque el Estado no ha querido intervenir en las tareas de vigilancia en su cumplimiento, al asumirse el falaz argumento de que ello supondría invadir competencias autonómicas; el segundo, por una inquietante funcionarización de la judicatura a la que, entre compadreo y apesebramiento, siempre le ha temblado el pulso para ejecutar en sus justos términos sus resoluciones. Y no será porque la ley no les conceda potestades. Con haberse aplicado hasta sus últimas consecuencias el artículo 108 de la ley de la jurisdicción contencioso-administrativa, haciendo pagar --económicamente-- a los ejecutados, no haría falta ni 155 ni nada que se le parezca. Si a ello le añadiéramos una Alta Inspección del Estado en materia educativa que reactivara sus poderes, todavía podríamos tener algo de fe en el futuro.
Que conste, en este sentido, que la lengua catalana --a la que adoro-- no tiene más culpa que ser el medio de inoculación del sectarismo, mediante el sencillo mecanismo de dejar de enseñarla como el vehículo de comunicación que es, para convertirla en un medio de concienciación nacional perverso.
Hace ya muchos años que, tanto en las instituciones públicas como en la mal llamada sociedad civil --asociaciones, corporaciones, fundaciones, etc.--, los desafectos al régimen han sido mandados al ostracismo más absoluto, pasando por delante los apellidos a la valía profesional. ¿Cómo se ha conseguido esta circunstancia en entidades privadas? Pues las subvenciones y la multitud de competencias cedidas a la Comunidad Autónoma han sido claves en esta tendencia impenitente que ha llevado a muchos al exilio profesional, raíz de la pobreza social y cultural que padecemos actualmente en Cataluña, donde es difícil encontrar obras de teatro o celebraciones populares no sectarias o, simplemente, en lengua castellana. El español, paradójicamente una lengua en gran auge en el mundo, malvive entre los particulares mientras ha desaparecido por completo de la vida pública, gracias a las amenazas sancionadoras derivadas de las políticas públicas.
Esa misma circunstancia ha concurrido con los medios de comunicación --prensa y televisión-- que se han convertido, a cambio de pingües subvenciones a los afectos, en una plataforma de consolidación y amplificación de la concienciación social procedente de la escuela.
Con estos mimbres, y con la huida de aquellos no nacionalistas que tienen capacidad de hacerlo, es fácil entender como el censo de votantes concienciados en las bondades de la independencia, en una mitológica historia y en el falaz maltrato a Cataluña, ha ido --y seguirá yendo-- en aumento.
Lo expuesto es una muestra, a grandes rasgos, de la gran deslealtad institucional en la que se ha a lo largo de estos años de democracia, acompañado siempre de una inefable dejación de funciones por parte del Estado en competencias que ha ido cediendo, poco a poco y junto a la correspondiente financiación, a las Comunidades.
El agravamiento tras las jornadas insurreccionales de 2017 resulta evidente. A saber, pueblos enteros embadurnados de plástico amarillo. Esteladas por todas partes, muchas de ellas puestas y pagadas por el ayuntamiento de turno. Paredes con los rasgos, en tamaño mastodóntico, de presuntos delincuentes en prisión provisional y de políticos fugados de la Justicia. ¡Políticos fugados de la Justicia! Amenazas e intimidaciones a los comerciantes que no utilizan o disponen de textos en catalán. Señalamiento de empresas que no financien a organismos independentistas. Placas conmemorativas del referéndum ilegal. Ataques a la Guardia Civil en ejercicio de sus funciones como “fuerzas de ocupación”. Pintadas a políticos y personajes que osan criticar el discurso oficial. Nombramiento de altos cargos para puestos simulados, con el objetivo de financiar actividades destinadas a la independencia. Una institución como la Diputación de Barcelona, en cuyo gobierno participan partidos nacionales, tiene en nómina como presentadora de una televisión que nadie ve, y con un sueldo de 6.000 euros al mes, a la rumana esposa del expresidente fugado. Es solo un ejemplo. Como éste, hay cientos de personas que (no) trabajan y cobran para la independencia. Y, ahora, lo último, facciones aparentemente terroristas que, en connivencia con el gobierno autonómico, pretendían llevar a cabo acciones contundentes frente a las instituciones del Estado.
En fin, todo un entramado gubernamental dedicado única y exclusivamente a implementar la secesión del territorio, pagado por todos y favorecido por la espiral del silencio que genera la situación opresiva que vivimos aquellos que pensamos diferente, que vemos cómo la indiferencia --cuando no la complicidad-- del Estado envalentona todavía más a los generadores de odio.
Desde el 1-O, la balsámica calma aparente encubre, en realidad, una situación de intimidación brutal, institucionalizada, cada día más transgresora y que paulatinamente va a más. ¿Miedo a la reacción por la sentencia? ¿Sorpresa por la aparición de facciones independentistas radicales? La tendrán en Madrid porque, aquí, diga lo que diga el Tribunal Supremo, seguiremos en el gulag y ya estamos relativamente acostumbrados a ser el felpudo que financia las fiestas de aquellos que nos aborrecen.
Sirva el presente, cuando menos, para que no se olvide nuestra existencia y que, como respondiera Miguel de Unamuno al personaje estrella de su nivola, Augusto Pérez, cuando éste le dice que no sea tan español, “¡Y eso más, mentecato! ¡Pues sí, soy español, español de nacimiento, de educación, de cuerpo, de espíritu, de lengua y hasta de profesión y oficio; español sobre todo y ante todo, y el españolismo es mi religión, y el cielo en que quiero creer es una España celestial y eterna y mi Dios un Dios español, el de Nuestro Señor Don Quijote, un Dios que piensa en español y en español dijo: ¡sea la luz!, y su verbo fue verbo español”.