El nacionalismo, como todas las creencias fideístas, no percibe sus propias contradicciones. La intervención de la Guardia Civil sobre los CDR, pillados con material explosivo, ha sembrado el penúltimo desconcierto en las amplias bases del mundo soberanista. La contradicción entre la revolución de las sonrisas y la Goma 2 no tiene salida. Los dirigentes nacionalistas le abrieron la boca a Belcebú (“la fuerza republicana es legítima”, afirmaban alegremente), y ahora recogen a sus chicos en la puerta de las comisarías o se despiden de ellos metidos en furgones camino de Madrid.
Así lo vive un segmento de las capas acomodadas de la población que, en su apoyo al procés, se ha comportado como la nueva radical chic, manteniendo el tipo en la revuelta, hasta el momento en que su status se ve amenazado por ella. República sí, pero con las cosas de comer no se juega. Violencia bueno, pero lejos de mi jardín. Las bases sociológicas de los radicales --papás, tiets, tietes, amigos y curas de familia-- no quieren saber sino satisfacer su necesidad de creer. Y “creer es no querer saber” (Pascal).
La trivialización del soberanismo radical es la madre de los desmanes en nombre del Dios-patria. Cuando Torra y Torrent (presidente del Parlament), después de los registros y detenciones del lunes, culpabilizaron al Estado en lugar de recriminar a los potencialmente violentos CDR, están legitimando el uso de la fuerza tan deseada por los juscoboutistas e hiperventilados. Son las autoridades catalanas las que, en lugar de prevaricar, deberían frenar en seco cualquier escalada en las calles. Hay que establecer la cronología del terror potencial de unos pocos. Procesar las intenciones de un crimen es mejor que organizar su lamento.
Las cosas no van, pero nuestro mundo sigue proponiendo el hedonismo y la ética indolora a pesar de que la actual geografía humana se hace insostenible por la presión migratoria y el equilibrio medioambiental. El mismo ciudadano, nuestro mejor yo, el que no asume la reducción del disfrute en beneficio del resto, está permitiendo que se imponga un modelo plebiscitario de consecuencias eternas. Es el “declive de la valentía”, por utilizar las palabras premonitorias de Alexander Solzhenitzyn, en un famoso discurso pronunciado en Harvard en 1978, en el que el disidente soviético habló de lo justificable que resulta fundamentar políticas nacionalistas sobre la debilidad y la cobardía. Si estuviera aquí, confirmaría que, entre nosotros, se abre paso la reacción autoritaria marcada por el destello de la tierra y por la catarsis mediante la violencia.
El pasado lunes día 23, mientras Mossos y Guardia Civil sellaban los registros, las calles de la reacción se confundían con las aceras por el batiburrillo de los congregados; llegaron a las concentraciones en modo piquete, que saltaban aquí y allí sin previo aviso, se hizo difícil el accesos a la línea verde beirutí de los CDR. Entre los grupos de protesta destacaba la diputada de Junts per Catalunya en el Congreso, Laura Borràs, a quien algunos manifestantes increparon: "¡Campaña, no!" El delegado del Govern en Barcelona, Juli Fernández, y el portavoz de JxCat en el Parlament, Eduard Pujol, también pisaron la calle y soportaron a los manifestantes que dirigían su rechazo al responsable de Interior, “Buch dimisión”; los más ruidosos calificaron de "traidores" a los políticos de JxCat, que iban tres pasos por detrás. En medio de los fregaos, destacó enhiesto el señor Carles Riera, psicoterapeuta Gestalt, líder de la CUP, aunque el asunto ya no parece ir con él. Riera ha hecho un tramo y ahora se comporta como un infiltrado de la Cuarta Internacional, en espera de destino. La confusión de la calle es inevitable, pero ellos, los asamblearios de la acción directa se entienden en la koiné de los levantiscos.
De repente, hemos regresado a la Barcelona de los Comités de Acción (1971-1973) y de los últimos adoquines, solo que entonces jugaban el siniestro Tribunal de Orden Público (TOP) y la prefectura de Vía Layetana. Ahora, los forjadores de la Cataluña republicana denuncian el monopolio de la violencia del Estado y esgrimen el duopolio catalán, hecho de termita, polvo de hierro y nitrato de amonio; todo acompañado de una lista bien visible de objetivos a batir. Pero, ojo, no lo tomen a broma porque casi todos los movimientos terroristas empezaron un día a base de cartuchos y pólvora mojada. Por suerte, la afición a la magia es concomitante con el deseo de espectáculo, que siempre existirá en Cataluña, un país más estético que sentimental. Me viene al hilo el clásico chiste de uno que llama a una puerta donde hay un cartel en el que está escrita la palabra Adivino, y desde dentro se oye una voz que pregunta: ¿Quién es?
El demonio nacional que provocó el estallido de los Balcanes no puso en marcha la solución europea, porque Helmut Kohl lo apostó todo a la reunificación de Alemania y porque el presidente francés de entonces, François Mitterrand no estaba seguro de su influencia en Gran Bretaña, EEUU, Naciones Unidas y la OTAN. Cada vez que un miembro de la UE atraviesa un proceso de separación, como el de la Lega Norte en Lombardía y el de Cataluña, Bruselas pierde una ocasión para ser un verdadero actor político en bloque. Y en cada intento de partición, aun cuando esta no se produzca, la insolencia de los territorios sedicentes se revela más autoritaria que la pasividad de los estados democráticos.
Aunque lo de los CDR parezcan prolegómenos, en su interior germina la violencia. La Generalitat, la principal institución del Estado en Cataluña, debe detener a los violentos, pero en vez de cumplir con su obligación, Quim Torra envía una carta en catalán a Pedro Sánchez diciéndole que las detenciones vulneran derechos. Es como una arcipreste rebelde encarándose con su obispo. Si alguien llama a la puerta del president, toc-toc, donde seguro habrá un cartel que ponga lo de Adivino en letras de molde, entonces Torra contestará desde dentro ¿Quién es? Nunca se ha enterado de nada, pero tiene un intestino a prueba de chile-cabro mexicano.