Rivera es la obra del centrismo liberal condenado a ser la bisagra. Un día se revela, como los ángeles caídos del Paraíso de Milton, para escribir un nuevo guión en el que él se hace con la hegemonía del bloque de centro-derecha, arrebatándoselo a Casado. Pero el líder del PP no acepta su nuevo rol y se restituye como ganador, dentro del mismo bloque. A golpe de sondeo, Rivera reacciona para evitar el abismo electoral que pronostica la demoscopia para el hipotético 10N. Su radicalización ha malbaratado un alto porcentaje de su electorado y ahora reza ante el altar de la voluntad popular. Pero ya es demasiado tarde. Entre sus potenciales votantes se ha filtrado la sentencia de Emerson: “la oración es una muestra de debilidad” y, si realmente eres débil, quién te va a querer.
El líder de Ciudadanos analiza la simetría del poder en funciones; a un lado, Ciudadanos; en el otro, Unidas Podemos. Y grita: ¡decántese, señor Sánchez! Pero es mentira, porque su media parte se ha vaciado en pocos meses; Rivera ha desembocado en un hombre hueco, atrapado en un monólogo interior que le aísla del resto. Su oferta de abstención acompañado del PP solo ha sido un amago. Ha sido un te doy para que te apartes y que sea Sánchez quien reciba el golpe. Es decir, una patada de Rivera a Casado en el culo de Sánchez. ¿Cómo podía aceptar Casado las condiciones de Rivera, cuando este trataba de presentarse como jefe de la oposición, sin los votos necesarios? El genio dramático del líder naranja acaba en sainete, por mucho que Margallo, el acendrado ex ministro de Exteriores, le considere un “gran estadista”.
Al otro lado de la simetría, no hay pacto ni de investidura ni de legislatura. Pablo Iglesias confunde su engreída superioridad intelectual con la dialéctica real de la política. “No ha leído a Hegel”, decíamos de jovencitos. En la izquierda de la izquierda habita el filtro entrañable de biblioteca, aula y pub. Sin embargo, las confluencias son un conglomerado versátil que finalmente se expande con energía centrífuga, sin un centro, y acaba por entender el Estado como un botín. Los de Podemos ya no son los tabernarios que tanto temía Manuel Azaña, pero se han vuelto relativistas y nunca sabrás lo que realmente quieren. De las dos primeras negaciones a un acuerdo con Sánchez --en marzo de 2016 y el 25 de julio pasado-- pasaron a solicitar la mediación de la Corona, último desvarío del torzón de imposibles que no figuran en la Constitución tan esgrimida por Iglesias en la campaña del 28 de abril (como lo hacía Anguita en los noventa). Delante de un pacto de investidura o de legislatura, como lo quiso Sánchez (¿o no?) con Podemos, la distancia entre el disenso y el consenso puede ser de días o de semanas, ¡pero no de cuatro meses! El Congreso de los Diputados ya es un erial, un campo yermo en el que se cultivan la mirada y la postura, pero no las ideas.
Antes de su último cameo, Rivera tuvo su oportunidad la noche del 28-A, cuando el balance de los comicios permitía la suma de PSOE y C’s: 180 escaños. Pero ha esperado cuatro meses para prometer un futuro incierto, pero no tanto como su papel de líder de un partido que no le va a perdonar tan fácilmente. El CIS de Tezanos, al que la derecha considera un Rasputín al servicio de Moncloa, le persigue con más contumacia que saña.
La España política es un guiñol; todavía no es la ruleta rusa de la política italiana, pero nos acercamos. Allí empezó todo anecdóticamente el día en que el apellido Mussolini (una nieta del dictador) aterrizó en el consistorio municipal de Nápoles; detrás, llegaron enseguida los de la Lega Norte, Maroni, Rossi y Salvini, nacional-populistas padanos con un peldaño de rencor y xenofobia cada vez mayor. Y a día de hoy, estos milaneses de nueva hornada pasean su insolencia con el mismo lustre que lucían las brigadas del Duce. Pero el empuje nero ha sido detenido delante del Palazzo Chigi, donde el gobierno de Conti, abrazado al Partido Demócrata, ha vuelto al canal democrático de la UE. En España a nadie se le escapa que un acuerdo futuro entre socialdemócratas y liberales, después del 10N, sería del agrado de Bruselas. El Berlaymont, sede de la Comisión, aspira a una salida de la gobernabilidad que sirva al mismo tiempo para iniciar la pacificación de la crisis catalana, basada en el reubicación de ERC en la senda de la negociación constitucional. En los pasillos de la UE, muchos consideran que el momentum catalán es un remake de la renuncia de Ibarrexe en el País Vasco, cuando el PNV capotó tras la Ley de Partidos, poniendo punto final al Pacto de Estella.
El líder de ERC, Oriol Junqueras, añade una nueva incertidumbre. Pide al Supremo que aplace la sentencia del procés hasta que se resuelva su inmunidad como miembro electo del Parlamento Europeo. El cuadro general anuncia la avalancha de una gota fría sobre el sentido común. Lo peor es que nadie se hace responsable. Con razón porque, cuando se haga balance, en el momento de la Historia, no se verán los hechos desde sus responsabilidades; lo que venga es un Bildungsroman para inocentes asilvestrados; es devastador, no reconoce culpables ni inocentes, sino solamente actores.
Si la política dispone de un guión previo, Rivera es una obra dentro de la obra que ha tratado de convertir a Casado en un personaje dentro del personaje, bajo el fondo de un presidente en funciones. Sánchez vuelve al páramo de un PSOE de opiniones izquierdistas y direcciones pragmáticas. Hoy mismo pondrá en marcha, una vez más, su maquinaria electoral expansiva. Piensa que, en el mundo de la escena, el tiempo no transcurre y el yo sólo es una metáfora.