Hay canciones en las que habita la desdicha. A menudo, sus palabras resumen la atención de un arte profundo, como el cante hondo, pero también pueden ser la entrada en el sincretismo digital del pop fusionado de flamenco y blues, a través de una intérprete singular, como Rosalía. Ella tiene un gancho indiscutible, a lo María Jiménez del pasado, versión global, sin palmeros y rodeada de sellos acústicos actualísimos; aparece en escena saltándose la ceremonia iniciática de la Perlita de Huelva o de Manolo Caracol, por poner dos ejemplos de grandes que antepusieron el Conservatorio a la inspiración, pero que mintieron como bellacos, ya que se pasaron media vida improvisando sobre los tablaos, como si todo el flamenco del mundo pudiera resumirse en una sola jam session.
Lo que escapa a la comprensión engendra misterios. Pillada entre la voz y la escena, la cantante recién galardonada sale del significado y persigue el matiz. Desde el pasado lunes, Rosalía es la primera artista española en conseguir un MTV Video Music Award (VMA). Y lo ha hecho por partida doble: como mejor videoclip latino por su colaboración con J Balvin en Con altura y como mejor coreografía por la misma canción. El tema premiado acumula más de 239 millones de escuchas en Spotify y 781 millones de reproducciones en Youtube. Su último lanzamiento, Yo x Ti, Tu x Mí, una colaboración con Ozuna, se colocó directamente en segunda posición en su primera semana en el Top 100 que elabora Promusicae combinando los datos de ventas físicas y escuchas en plataformas de streaming en España.
Vive encerrada en el aura de la generación espontánea. Propaga el verso no escrito y la nota no codificada. Viaja a lomos de un indiscutible contra-saber que pulveriza su identidad; y lo hace conscientemente. Rosalía se aleja hoy de sus orígenes, el estilo agitanado de polígono industrial desértico, en el segundo cinturón de Barcelona, como pudo hacerlo Janis Joplin, entonando el Me and Bobby McGee, al salir (sin éxito) de las plazas duras con cancha de básquet en Los Ángeles. Rosalía ha saltado de la intimidad al cielo de la fama sin apenas mostrarse. Su voz exige el instante y la eternidad, al mismo tiempo. Su música acompasa levedad y atemporalidad. Su deje cazalloso está dotado para expresar la amargura apocalíptica de los poetas. Su pegada es el reflejo fiel de una personalidad inamovible flotando en el magma digital, y su difusión ha hecho que empresas como Inditex se fijen en ella. El patrocinio alimenta sin que lo percibamos el bolsillo de los nuevos músicos. Hoy resulta imposible triunfar en la industria musical sin el impulso que proporciona Youtube. Las nuevas canciones se lanzan a la vez que el videoclip porque se busca crear un impacto también a través de lo audiovisual. Este dato aclara por sí mismo la brecha existente entre las escuchas en Spotify y las visualizaciones en Youtube, que siempre son más altas.
En el nuevo mercado musical, Rosalía es una transportadora de sueños que viven en los adentros y que anhelan alcanzar los afueras. Mueve el mundo desde el diafragma, al estilo de los grandes tenores y las mejores sopranos. Pero además, el fenómeno Rosalía trasciende lo musical y va desde las colaboraciones con marcas como Pull&Bear, con quienes ha lanzado dos colecciones, al mundo del celuloide, donde se estrenó con una aparición en el último filme de Pedro Almodóvar, Dolor y Gloria, y prestó su voz para la banda sonora de la serie de Netflix, Paquita Salas. Sus temas desenraizan los sentimientos; van en busca de un bello drama en el que participa lo esencialmente humano; sus trincheras no glosan el länder o la nación, sino que unifican a sus gentes en oficios y sentimientos. Su gipsy, además de volar libremente, atraviesa corazones. Su timbre se impone como la creación de un lugar elegido para su cuidado; es un solo de jazz en medio de una sinfonía de instrumentos de la Filarmónica de Viena, algo parecido al grito que se impone al instante sin que nadie reclame el juicio previo de su aceptación. Es una voz a flor de piel destinada a modificar la correlación de poderes estéticos, que protegen a la audiencia de un recital y que, una vez terminadas las canciones, persisten en nuestro oído y remiten a una nueva relación con el mundo. El trabajo de la cantante catalana se emparenta así con las vanguardias a las que la Academia de gustos prosaicos trató de frenar y que, trasladado al caso del pop actual, supondría sustituir a la cantante por los gustos de balada chin pum, el arte menor de intérpretes, como Enrique Iglesias o Alejandro Sanz, que fueron nominados en el VMA del Prudential Center de Newark (Nueva Jersey), el premio ganado por Rosalía.
Cuando el pasado julio la cantante publicó su primer trabajo en catalán, el mundo de los Llenguaferits criticó a Rosalía por la desvergüenza de su melting pot dialectal, reflejo de la calle. Emergió una vez más el uso de los rasgos culturales como objetivo político, contrarrestado por el trabajo de la antropóloga de la UAB Verena Stolcke, quien considera la lengua única como asociada a movimientos populistas que sustituyen el concepto de raza por el de cultura. La cultura no es un sinónimo de neutralidad, pero tampoco confiere el derecho de repeler al vecino que no la comparte. Al hilo de este argumento, la nación-cultura es un dardo en la línea de flotación de lo que nos hace mejores: la multiplicidad de miradas de la gran comedia humana.
El arte no es; se hace. La calidad de las piezas crece con la combinación de talento y trabajo, como escribió Mallarmé a los pintores y escultores de su tiempo, bajo el principio de “ver no es algo dado”. El músico inventa los signos, pero el lenguaje lo crea el artista. La partitura solo es la mitad del camino. La voz humana y el gesto sobre el escenario le confieren el volumen necesario para transmitir la emoción, que casi siempre concentra la desdicha de las mejores canciones. Y Rosalía lo sabe muy bien.