Hay inseguridad, guste o no. Hay zozobra entre los dirigentes municipales, a los que parece que se les haya ido de las manos el control de la ciudad. Ni los antiguos ni los nuevos parecen tener claro que el asunto trasciende una pequeña crisis coyuntural. Nos enfrentamos a un fenómeno que se ha inoculado en el municipio con voluntad de permanencia estructural y del que no será fácil salir.
Lo primero para resolver este estado de cosas que invade las portadas a diario es el diagnóstico. Hay que reconocer que existe un problema, una crisis de seguridad galopante. No vale la pena entretenerse en el lenguaje, porque lo obvio no debiera hacer perder ni tiempo ni oportunidades.
Durante el último mandato de Ada Colau se banalizó la cuestión del orden público. El debate político catalán, con el secesionismo desbocado y entretenido en quimeras inalcanzables, hurtó el debate permanente que debiera hacerse y dejó a los cuerpos de seguridad, Guardia Urbana y Mossos, con un brazo atado a la espalda.
Ha sucedido similar con otros aspectos del estado del bienestar: la sanidad, la educación, las políticas sociales inexistentes… Pero el capítulo de la seguridad ha rebasado ya los límites de lo aceptable. Nos hemos dedicado a perder el tiempo con estériles debates sobre la Barcelona turística, sus visitantes, sus aguas, sus funerales y sus tranvías. Entre tanto, la ciudad cambiaba de morfología, de habitantes, afloraban dramas vinculados al consumo de drogas, mafias y toda suerte de novedades que han aparecido en el radar urbano en muy poco tiempo.
Es cierto lo que dice la alcaldesa y su partido: hay que ir a la raíz del problema. Correcto. También es obvio que esa debe ser sólo una de las soluciones que deberían aplicarse. Evitar algunos asuntos en su origen es igual de importante que frenarlos en su desenlace. Y ahí, si somos capaces de quitarnos algunos complejos de la falsa progresía o de la izquierda buenista, es donde intervienen las policías con el control diario y exhaustivo de la delincuencia.
Es posible que estemos lejos aún de los estándares delictivos de algunas grandes urbes norteamericanas, pero también es cierto que empezamos a estar muy separados ya de lo que era la Barcelona tranquila y sosegada de hace unos años. He aquí el drama. Esa ciudad que no salía jamás en las advertencias de los servicios de exteriores de los países, esa urbe que era tenida por un territorio calmo y de orden no puede perder esa condición. Ese era uno de sus activos de marca, lo que propició su internacionalización y desarrollo turístico.
Y no es lo peor de lo que nos ha pasado. Porque el tema no puede examinarse de manera única con el análisis detenido en los visitantes de la ciudad, por más que hasta algunos representantes diplomáticos de países extranjeros hayan vivido negros episodios en Barcelona. La seguridad debe garantizarse para nuestros mayores, para nuestros hijos, para los vecinos de Gràcia, para los compañeros de trabajo, para los habitantes del barrio del Raval, para los de la Barceloneta, para los repartidores de las empresas de mensajería, de Correos, para aquellos que desean lucir un reloj lujoso o hasta para quienes pierden la cartera en el Metro…
Quizá hayamos alcanzado el momento en el que debe de despolitizarse al máximo la cuestión. Es lamentable que los partidos sigan lanzándose los trastos a cabeza y que los políticos municipales aún mantengan un debate de siglas. El drama de la inseguridad es transversal y su resolución no puede ser de parte. Todos deberían hacer un mínimo acto de contrición y explorar cómo se puede resolver de manera urgente y eficiente un problema que ni puede esconderse un minuto más ni conviene minimizar con estadísticas de otros lugares. Ah, y pedir ayuda al Estado si se considera adecuado, porque los ayuntamientos también son parte del conjunto.
Equipo de gobierno y oposición, en primer lugar, deben sentarse con urgencia. Pero luego no pueden faltar aquellos que tienen intereses de cualquier tipo en la Barcelona del futuro, desde sus patronales empresariales a sus sindicatos. Entidades cívicas, fuerzas de seguridad, todas, cada una de ellas aportando desde su experiencia y conocimiento las medidas o los recursos necesarios para que el fenómeno remita. Y, claro, el Gobierno autonómico, con su policía propia, debería recordar que Barcelona no sólo es la capital de Cataluña, sino la pantalla en la que se mira el buen gobierno de una comunidad autónoma.
Barcelona necesita un gran pacto por la seguridad y dejarse de monsergas y desgobiernos. La capital del Mediterráneo tiene una necesidad urgente que resolver, gobierne quien gobierne, mande quien mande aquí y allá. Mientras esta situación permanezca, Barcelona no será ni la capital de los móviles ni de las start up, ni de la biotecnología, ni de las universidades europeas. Orillarlo es de una irresponsabilidad que sólo la historia enjuiciará.