ETA está derrotada, no su relato. Y Arnaldo Otegi, en las últimas horas, ha querido justificar la violencia terrorista como una reacción ante la represión del Estado, después de Franco. Es decir, a estas alturas nos dice que la organización armada tuvo que defenderse delante de la policía de los ministros del Interior de la época de UCD (los Martín Villa, Juan José Rosón y otros) y de los que les siguieron con Felipe González (Corcuera o el mismo Rubalcaba).
Inaceptable; es un magnicidio de la memoria; da un rodeo errático para blanquear el crimen terrorista, la forma más abyecta de torturar a inocentes. Si no fuera por lo macabro, podríamos decir que este tío es la monda. Él lo entiende todo, pero nunca inclina la testuz. Haría naufragar a la mismísima conferencia de Paz entre el gobierno colombiano y las Farc; y si le diéramos pie, dinamitaría el diálogo árabe-israelí de Camp David.
Es frentista. Irreductible frente al dolor causado, solo confiesa que nunca se alegró de haber producido “más daño del necesario”. Reconoce así que, mientras la democracia española daba pasos agigantados hacia el mañana, hubo un daño útil por parte de la banda terrorista. ¿Cuál? ¿A quién fue útil aquel daño?
Lo cierto es que, desde que desapareció ETA, Otegi encarna la minoría partidaria del cesarismo abertzale (200.000 votos) y a su derecha, lehendakaris como Urkullu han conseguido encauzar Euskadi bajo el imperio de la Ley; además los números cantan desde que el bien público y el interés privado van de la mano.
¿A quién le gustaría tener a Otegi en su equipo? A casi nadie. Es un tuercebotas, que parece no haber pisado nunca los bellos y desconchados frontones de Cestona; y de aizcolari tampoco serviría. A él le va la matonería dialéctica. Su retrato es deslucido; su presencia, forzadamente hierática. Vive entre la implicación y la autoflagelación, como los personajes de Memorias de África de Karen Blixen (Isac Dinesen) comprometidos con la independencia de Kenia, sin dejar de admirar el Club de Nairobi, donde los oficiales colonialistas departían con Lord Moumbaten, el virrey británico.
Sea como sea, Otegi cumple siempre los estándares de chico malote al que no le gusta pedir perdón. O mejor dicho lo pide arbitrariamente, como lo hizo en 2012, en el libro-entrevista El tiempo de las luces (2012) de Fermín Munarriz, donde está escrito y entrecomillado “mis más sinceras disculpas” a las víctimas de ETA y añade: “Lo siento de corazón, si desde mi posición política, añadí dolor”. Bien, pero llamarle posición política a ETA es una hipérbole mequetréfila.
Otegi no es Gerry Adams, el líder del Sinn Féin, que arranca consensos en universidades y ambientes de cierto voltaje intelectual. El vasco es un muchacho montaraz, más relacionado con las sagas carlistas que con las vanguardias dadaístas. Un joven de 60 años cumplidos, pegado a la nomenclatura vasca de la jerarquía familiar (amona, aita, ama, osaba…), mentalmente adolescente y socializado en las herricotabernas, donde se vive con pasión el cruce entre el txacolí y la galerna.
Por más que los lúcidos –Fernando Aramburo, con Patria, es el ejemplo paradigmático de la búsqueda ética- se acerquen a la verdad lacerada, siempre habrá listillos como Otegi, dispuestos a olvidar la cruel ocultación de las víctimas de ETA. Estos últimos defienden hoy en pasiva refleja aquella violencia consustancial a la construcción del relato del “pueblo elegido”. El líder de Bildu forma parte del atrezzo en el árbol de Gernica, instantánea pastoril, fuente mágica, cuya utilidad se acerca al Sinaí catalán del que habló Verdaguer, poeta, arcipreste, limosnero de los Comillas y exorcista.
En manos de Otegi, la convergencia solemne entre los símbolos y el combate le acerca al mundo old whig de la democracia cristiana vasca, es decir el PNV de los grandes fastos, los Aguirre, Arzalluz, Anasagasti y otros, fruto de la casuística abraza, a día de hoy, formulas entre lo iniciático y lo utilitario, al estilo de los fundadores de la independencia norteamericana. Aunque no pertenece seriamente a ninguna de las dos corrientes, el Otegi actual parece dispuesto a jugar con las cartas filosóficas que serán necesarias cuando se ponga de largo en el Parlamento Europeo, después de superar su actual inhabilitación, que se cumple el 28 de febrero del 2021.
Optará por la vía europea porque sabe que, en su tierra, nunca saldría vencedor como candidato a Lehendakari. Este txuri urdín con plaza en el estadio de Atotxa se las da de ser uno de los pocos europeos absuelto por el Tribunal de Estrasburgo y dice, con un mohín malicioso, que le gustaría que Felipe nos contara “qué fue la X del GAL” y que tiene a buen recaudo las actas de sus negociaciones con el PP y “las puedo hacer públicas en cualquier momento”. Siempre ha sido así: el nacionalismo practica la amenaza como deporte de riesgo, tal como lo hizo Pujol en el “si caigo yo, 'caeremos todos'”.
La trayectoria de Otegi, licenciado en Filosofía pero poco dúctil en el pensamiento crítico, está llena de encontronazos judiciales. En mayo de 2005, el entonces magistrado Grande-Marlaska ordenó su ingreso en prisión por el caso de la financiación de las herrikotabernas. Con una fianza de 400.000 euros (¿de dónde los sacaría? Se preguntaron muchos utilizando el verbo en condicional de querencia euskalduna). A los dos días, abandonó la cárcel, del mismo modo que cumplió una pena menor por el secuestro del director de la factoría de Michelin en Vitoria, Luis Abaitua.
No fue tan fácil cuando la Audiencia Nacional le condenó por enaltecimiento del terrorismo, caso Argala, o cuando, en el caso Bateragune, intentó reconstruir Batasuna, apartada por la Ley de Partidos de Aznar. Cumplió condena de seis años, como es de sobras conocido, y fue objeto del manifiesto Free Otegi, entre cuyos firmantes se encontraban José Mújica, Fernando Lugo, Gerry Adams, Desmond Tutu, Alberto Garzón, Gaspar Llamazares, Almudena Grandes y Juan Diego Botto. Los intelectuales se retrataron y ahora, el niño malo, con pelaje de gudari alfa, no acepta pedir perdón en televisión porque lo que tiene entre manos es auténtico. ¡Venga ya!