Cuando Manuel Valls presentó el pasado mes de septiembre su candidatura a la alcaldía de Barcelona en alianza con Ciudadanos (Cs), varios analistas poco sospechosos de desear su fracaso le advirtieron de que o se despegaba de Cs o sus posibilidades quedarían muy mermadas. Ahora, tras el mal resultado obtenido en las elecciones, es Ciudadanos el que rompe con Valls después de varios meses de distanciamiento entre el ex primer ministro francés y Albert Rivera.
Valls ha confesado que se estuvo planteando seriamente la ruptura tras el pacto del PP, Cs y Vox en la Junta de Andalucía, pero que no lo hizo porque tenía un compromiso con los barceloneses que quería mantener. Había seguramente otra razón, la misma que le llevó, cuando presentó su candidatura, a cobijarse bajo el paraguas de Cs: Valls necesitaba la estructura de un partido ya instalado en la política catalana para arropar su aventura en solitario y lo necesitaba sobre todo porque, si no, no hubiera tenido acceso a los espacios y debates electorales en televisión.
Ciudadanos fue ese partido, pero desde el principio se sabía que las ideas de Valls y de Rivera no eran las mismas. Valls ha sido siempre un socialdemócrata liberal, o un social-liberal, espacio que Rivera, si alguna vez lo ocupó, había abandonado ya cuando el político franco-español desveló sus aspiraciones barcelonesas. Es decir, la distancia existía ya antes y ahora solo ha hecho que agravarse debido al brutal giro a la derecha del dirigente de Ciudadanos.
En estos meses, Valls ha conocido cómo las gastan en la política catalana y española. Se podrá estar de acuerdo o no con sus ideas, pero Valls no es “el hombre que deportó a 10.000 inmigrantes” o “el que destruyó el Partido Socialista francés”, que son las dos únicas obras de gobierno que se le recuerdan aquí estos días. Valls siempre ha defendido una política de dureza contra la inmigración irregular y descontrolada, pero no ha expulsado –si es que se le pueden adjudicar a él las deportaciones— más inmigrantes que otros primeros ministros a presidentes de la República francesa. En cuanto a la destrucción del PS, el rival que le derrotó en las primarias –el representante de la izquierda arcaica del partido, Benoît Hamon— es al menos tan responsable como él, por no hablar de François Hollande y de otros muchos elefantes (dirigentes) socialistas. Hamon fracasó estrepitosamente en las presidenciales y tampoco está ya en el partido.
Aunque la verdadera razón de la ruptura de Cs con Valls sean sus críticas públicas a los pactos con Vox, el detonante ha sido el voto a Ada Colau para impedir un alcalde independentista en Barcelona. El argumento de Rivera y de Inés Arrimadas de que Ernest Maragall y Colau son lo mismo no se sostiene ni con el lazo amarillo. El vergonzoso escrache a que los hiperventilados sometieron a Colau en la plaza de Sant Jaume está ahí para desmentirlo. Valls tiene razón cuando dice que “Colau sale de la ambigüedad al aceptar” su voto, aunque después coloque el lazo amarillo para compensar el mal trago y la “incomodidad” de aceptar los votos del cabeza de lista de Barcelona pel Canvi- Ciutadans.
Valls, que tiene ahora 56 años, ha recibido elogios de partidarios y hasta de algunos detractores, que han valorado su decisión de respaldar el “mal menor” de Colau como algo inédito en la política pequeña y de vuelo corto que suele practicarse por aquí. Pero en seguida, los mismos círculos se han lanzado a especular sobre el futuro del alcalde frustrado: en un mismo día, tres publicaciones distintas aseguraban: 1. Que dejaría la política para dedicarse a su vida privada. 2. Que fundaría un nuevo partido político en Cataluña. 3. Que se integraría en el PSOE. Las tres con la misma convicción de veracidad y citando fuentes del entorno de Valls. Así son la política y el periodismo en este país. Lo que vaya a hacer Valls quizá ni él mismo lo sabe aún, pero o mucho ha cambiado o una cosa está clara: no puede vivir sin hacer política, actividad que ha llenado su vida desde que a los 17 años se afilió al PS francés.