Georges Perec, escritor francés que sentía una fascinación luminosa por las cosas concretas, decía que tal y como está organizada la vida contemporánea el espacio ha sido domesticado por el tiempo. “La gente” --escribía-- “usa reloj en lugar de brújula”. Es cierto: nos pasamos la existencia preguntando por la hora, pero es más extraño que nos cuestionemos con idéntica frecuencia dónde estamos y adónde vamos. Quizás porque --erróneamente-- creemos saber ambas cosas. Uno de los grandes misterios del escenario político, tras el último y agotador ciclo electoral, es saber en qué lugar del arco parlamentario está Ciudadanos (Cs). Y mejor todavía: saber hacia qué nueva dirección se dirige.
El partido naranja, que nació como antídoto colectivo contra el nacionalismo, ha protagonizado en sus trece años de existencia tantos vaivenes como sus antagonistas de Podemos, aunque en su caso sin cambiar de nombre. Simplemente mudando de compañeros de excursión. Nació como un movimiento transversal, a mitad de camino entre lo que algunos consideraban la socialdemocracia (razonable) y, otros, el liberalismo (ilustrado), y ha terminado, tras la famosa foto de la plaza de Colón, sumándose al carrusel de las derechas, donde aspira a ser cabeza de león pero de momento no ha logrado dejar de ser cola de elefante.
El periodista Iñaki Ellakuría, coautor de un libro sobre los inicios del partido, contaba hace unas semanas que la mayoría de sus fundadores sienten un profundo desengaño con su evolución bajo la dirección de Albert Rivera, al que algunos presentaron en su momento como un nuevo Suárez, una comparación excesivamente generosa (sobre todo para el protagonista) si tenemos en cuenta que su salto a la fama se debió a un vistoso cartel electoral donde aparecía desnudo, igual que un efebo. Década y media más tarde, aquella tercera vía surgida para que el bipartidismo no tuviera que sufrir el chantaje de los nacionalistas, es una organización veleta, con la diferencia de que sus sensores para saber de qué lado sopla el viento (político) parecen haber dejado de funcionar.
Rivera se ha convertido en un personaje de las revistas del corazón, una estrella transmediática que corre el riesgo de quedarse en eterna promesa. Cs, después de ganar las elecciones catalanas al nacionalismo, que necesitó reeditar su alianza para cerrarles el paso, renunció primero a intentar conquistar la Generalitat --aunque fuera forma simbólica-- y más tarde ha declinado trazar un sendero propio en la política nacional. En Cataluña los últimos comicios evidencian un serio quebranto electoral, augurio al que se suma la marcha (a Madrid) de Inés Arrimadas, que pasa página a la etapa más intensa de Cs como oposición constitucionalista en Cataluña. Los tiempos venideros serán, a buen seguro, mucho peores y, como escribía Sánchez Ferlosio, a algunos los harán (todavía) más ciegos.
La marcha de la jefa de Cs en Cataluña encarna la impotencia del constitucionalismo para revertir la deriva del extremismo independentista. La apuesta por combatir el nacionalismo desde las instituciones estatales se ha revelado mucho más teórica que sólida. Rivera, al que las encuestas le sonreían antes de la moción de censura de Rajoy, no ha superado a un PP sumido en la peor crisis de su historia ni tampoco ha conseguido articular con el PSOE un frente constitucionalista. Ni una cosa, ni la otra. Los constantes cambios de posición han terminado llevándoles al bloque de las derechas, lo que ha abierto serias vías de agua: sus primitivos fundadores, y personajes como Valls, fichado para conquistar la alcaldía de Barcelona, que ha terminado entregando a Colau para evitar que cayera en manos de ERC, cuestionan el pragmatismo (sin rumbo) de Rivera.
El liberalismo en la política española, tradicionalmente extremista, ha tenido históricamente mala fortuna. Básicamente por guiarse por convicciones en vez de por intereses. Cs ha hecho justo lo contrario: viajar desde el centro del tablero hacía uno de sus extremos (el que ocupan PP y Vox) soltando un lastre que, en realidad, era todo su patrimonio político. El experimento ha convertido la marca naranja en un consorcio vacío, donde conviven oportunistas, jubilados de otros partidos y arribistas ansiosos de pillar cacho.
Uno se pregunta cuál es el beneficio de estos volantazos, la ganancia de tantas incoherencias. No se adivina ninguna. El reformismo de Cs en sitios como Andalucía, donde apoyaron primero al peronismo rociero de Susana Díaz y después han ayudado acceder a San Telmo al PP, no se vislumbra por ningún sitio. En Cataluña han perdido al electorado que procedía del PSC. La erosión sobre el PP también es relativa. Casado conserva casi todo poder territorial tras el 26M: reina en Madrid, gobierna muchas ciudades y ocupa tres presidencias regionales. Y hay nuevos factores: Vox no cubrió sus expectativas en las generales, pero su crecimiento es suficientemente sólido como para entrar en muchísimos consistorios.
Parece evidente: no va a ser sencillo, ni rápido, y tampoco seguro, que Cs logre algún día liderar a las derechas. Incluso si este milagro se consuma, tendrá que compartir el poder (y la correspondiente foto) con PP y Vox. Fingir que no es así, como se ha intentado hacer durante seis meses en el sur, donde el debate de los últimos presupuestos autonómicos ha permitido arrancarle la máscara a Cs, es un acto hipócrita e infantil. O los liberales de Cs se han suicidado (saltando por la borda) o es que en realidad nunca existieron. Viene a dar los mismo. Así el barco naranja no llegará nunca al puerto de la Moncloa.