Es la pregunta que se hacen todos los analistas y afectados por la situación catalana: Después del juicio a los cabecillas del golpe, ¿qué se puede hacer para que la dirigencia de la región y la masa que la apoya y la vota dejen atrás las puerilidades y fantasías secesionistas, moderen su fanatismo chovinista y se reincorporen a prácticas políticas de sensatez y racionalidad? Esa pregunta nos la formularon a Marita Rodríguez, Miriam Tey, Joaquim Coll, Arcadi Espada, Xavier Pericay y otros, la semana pasada, en una de las mesas redondas que organizó Teresa Giménez Barbart en Barcelona para presentar el ensayo coral “Constitucionalismo en el horizonte europeo”, iniciativa con la que Barbat, una de los miembros fundadores de Ciutadans, se despide de su etapa como eurodiputada.
En mi turno de respuesta empecé señalando una obviedad conocida por todos: gracias a la acción de adoctrinamiento, agitación y propaganda de los órganos del gobierno regional durante largas décadas, acción que encontró su momento culminante en la proclamación de la independencia de Puigdemont, el imaginario histórico, cultural y político común ha sido expulsado de la región y buena parte de la sociedad vive de hecho ya en independencia mental, no ya ajena sino hostil, a todo lo que tenga que ver con España, hasta el extremo de que esta misma palabra está proscrita en muchos ámbitos.
Luego mencioné el caso de Bruselas, que algunos de los participantes en las mesas --Vidal-Quadras, Nart, Giménez Barbat-- conocen bien por su trabajo como eurodiputados. La vida cultural de la capital belga es efersvecente gracias a la competencia entre valones y flamencos por retenerla o dominarla. Obras de teatro, películas, exposiciones y demás productos de la cultura francesa se estrenan primero habitualmente en Bruselas; y además Flandes, que culturalmente es menos vigorosa, apadrina la presencia de las grandes compañías internacionales como una operación de propaganda.
Reintroducir el imaginario común que ha sido expulsado de buena parte de Cataluña por la acción nacionalista en el sistema educativo, el espacio público y los medios de comunicación es una tarea a largo plazo. Que requiere tomar medidas legislativas, y requiere también la represión judicial cuando se cometen desafueros. A imagen de Bruselas, es preciso también retomar la iniciativa cultural y de imagen. En este sentido habría de imponerse con rigor la representación simbólica común, o sea estatal, por lo menos en las instituciones cofinanciadas por el gobierno central, incluida la Iglesia Católica. Serían medidas llamativas y eficaces el traslado del Senado a Barcelona y la apertura de sedes de instituciones como el museo del Prado o el Teatro Nacional, y tampoco estaría de más la construcción de la biblioteca provincial despreciada en su día por las autoridades locales en beneficio de los pedruscos del Born, sede de los onerosos aquelarres y representaciones de “España contra Cataluña” con los que se dio a conocer Quim Torra. Todo esto, entiéndaseme, no es premiar a los golpistas por su golpe sino una tarea de representación, seducción, convicción, educación. Claro que requiere tiempo y determinación y un acuerdo previo entre los grandes partidos políticos, pero la alternativa es simplemente esperar a que otra generación adoctrinada según la visión del mundo nacionalista y la solvencia paranoica del Institut de Nova Història alcance la edad de votar y decante el 47% actual al 51%.