Una mujer se suicida después de difundirse un vídeo sexual suyo entre sus compañeros de trabajo. Así saltaba la noticia la semana pasada. En pocas horas se multiplicaban informaciones del caso. Se destacaba que era “una madre”, como si las madres fueran una categoría especial de mujeres con una vida sexual más limitada. Algunos, entre ellos un conocido torero, responsabilizaban a la víctima por su imprudencia. También se subrayaba que estaba casada, como si el adulterio fuera un delito en la España del siglo XXI.

Si el protagonista hubiera sido un hombre casado y con hijos, ¿se habría destacado que era padre? ¿El caso habría acabado en suicidio? Aunque no podemos afirmarlo taxativamente, la respuesta más probable es que no. Porque son las mujeres las que siguen viéndose privadas de la libertad de disfrutar del sexo en igualdad de condiciones, las que siguen encasilladas en estereotipos. Para un hombre, el motivo de escarnio por parte de sus compañeros de trabajo no habría sido que se le viera disfrutando, sino probablemente que se mostrara incapaz de tener una erección.

Hay una escena en la película suiza El orden divino que muestra como las líderes feministas de los años 60 animaban a las mujeres a conocer su sexualidad mirándose la vagina en un espejo. Era una manera de enseñarles a mirarse a sí mismas, a reconocer las diferencias entre unas y otras, pero también a aprender a disfrutar de su cuerpo.  

Desde entonces parece que vivimos un retroceso. Ante una violación grupal, la reacción de una parte de la sociedad es culpar a la víctima. Por no resistirse o no resistirse lo suficiente, por salir de noche sola, por no vestir de forma adecuada. Se lanza el mensaje que para disfrutar del sexo tenemos que estar delgadas, depiladas de una determinada manera, tener pechos grandes y firmes. Últimamente se promocionan en los escaparates productos para “blanquear” las zonas íntimas, como si tener los genitales más oscuros que la media de actrices porno fuera un impedimento para tener orgasmos. También han surgido anuncios que llegan a afirmar que 9 de cada 10 mujeres necesitan lubricante para disfrutar del sexo. ¿En que momento desapareció el mecanismo natural de lubricación que se llama deseo? Seguramente cuando el consumo capitalista decidió que fuera así.

¿Están sometidos los hombres a presiones? La verdad es que sí, pero no en la misma medida. Existe, por ejemplo, la moda de la depilación masculina, pero no tiene ninguna comparación con las expectativas que se crean en torno a cómo o no debe comportarse una mujer a la hora de tener relaciones íntimas y a las restricciones que se le imponen.

Una mujer tiene todo el derecho a grabar un vídeo sexual y disfrutar con ello como hace gran parte de la población desde que existen los teléfonos móviles. Tiene derecho también a dudar aunque haya accedido a una determinada práctica sexual. “¿Ustedes van diciendo sí hasta el final?", planteaba planteaba Cayetana Álvarez de Toledo en un debate durante la campaña electoral poniendo en duda algo que es evidente. Las relaciones sexuales tienen que ser consentidas. Y tienen que serlo desde el principio hasta el final. Si no, son otra cosa.

No podemos ahora legitimar el discurso que las mujeres no deben hacer un vídeo íntimo por la misma razón que no es correcto que tengamos que enseñar a nuestras niñas que no deben ir solas por el bosque como Caperucita Roja porque hay lobos que las pueden violar. Si la circulación de las imágenes de un vídeo de contenido sexual ha llevado a una mujer al suicidio es que estamos haciendo algo muy mal.

No se trata sólo de hablar del uso de preservativos y de libre consentimiento sino también de deseo, de placer y de respeto a la intimidad. Tenemos que enseñar a las nuevas generaciones (pero también a las antiguas) a explorar sus cuerpos, a disfrutar, luchando contra los prejuicios, entre ellos los de género. ¿En cuántos colegios se enseña lo que es el clítoris y se habla del placer femenino? El cibersexo y otras prácticas relacionadas con las nuevas tecnologías seguirán existiendo. Lo que tiene que cambiar es la forma de relacionarnos y nuestros prejuicios.