La derecha se cainiza. Casado y Rivera se pelean para ser líderes de la oposición y por eso no habrá pacto entre PSOE y Ciudadanos, porque automáticamente reforzaría al PP. Mañana empieza la ronda de contactos del presidente Sánchez en un clima de pelea de gallos, entre PP y Cs, para reubicar sobre ellos el centro perdido, origen de la derrota del 28A. Casado, Rivera e Iglesias serán recibidos en Moncloa. El resto de líderes serán convocados por el grupo socialista del Congreso con un único punto en el orden del día: la mesa de la Cámara que se constituye el próximo 21 de mayo, solo cinco días antes del 26, domingo de municipales y europeas. Vox no ha sido llamado y, por su parte, ERC tendrá que ponerse su Ley de Amnistía donde le quepa, aunque esté descafeinada bajo el título de Ley contra “la causa general a Cataluña”.
José María Aznar se lo mira desde su clásica displicencia. Las estrellas de su factoría, Cayetana Álvarez y Casado, se han dado una castaña en toda regla. La marquesa de Casa Fuerte y el presidente del PP están por debajo de los que más caen. Aznar consejero y mentor de ambos paga el pato de su devaneo, pero aun así no piensa detener su ruido en un ámbito que escapa a la tradición normativa de su linaje ideológico.
El expresidente ha hecho un pacto con el diablo para rejuvenecer en la cabeza sonriente de Pablo Casado. Dio pábulo a la xenofobia de Vox, en el cráter de la marea destructiva en la que países como Hungría, Austria, Francia e Italia se sienten concernidos. España todavía no, porque Vox no es una formación antieuropea al uso. El partido de Abascal solo aletea en el mundo ultra, en tanto que fenómeno global de características locales, como escriben, en La extrema derecha como fenómeno transnacional (Ediciones UAB), Larralde Velten y John Etherington, dos de los mejores expertos en la materia. Y, al hilo de este argumento, se entiende que Marine Le Pen y Matteo Salvini son transversales y Vox no lo es. Abascal es un líder de referencias; lo suyo no es el populismo sino el símbolo; el hombre no baja a la arena del griterío, en la que yace la estadística, por pura ignorancia. Se limita a transmitir valores eternos de un casticismo rancio que echa para atrás.
Aznar, convertido en Adrian Leverkühn, aquel Doctor Faustus, con el elixir de la eterna juventud que le convierte en Casado, quiso sembrar los comicios de sentimentalismo autoritario. Pero aquí chocó con la entrenyorança, un sentir masoca que lleva al extremo la intimidad y el dolor autoinfligido, como lo describe Mauricio Wiesenthal, en La Hispanibundia (Acantilado). A cada empuje centrípeto, la autonomía catalana responde con nuevos adeptos para la causa soberanista, aunque este principio, antes dogma, ahora parece trastabillar. En el País Vasco, la capotada del veterano mentor rejuvenecido ha sido todavía peor; no queda ni Javier Maroto, al que el partido de Otegi le priva de su escaño por Álava. En Cataluña, las tres derechas del 155 perpetuo y los independentistas de JxCat partidarios del cuanto peor, mejor, han sido derrotados. Junqueras es el ganador (me niego a sumar aquí a comuns, por la ambigüedad de sus líderes, Colau y Jaume Asens), aunque solo sea por el aguante que muestra y por el claroscuro de la Junta Electoral, que un día te quita lo que antes te ha dado y viceversa. El prisionero en Soto del Real y reo ante el Supremo empieza a darse cuenta de que la geometría variable de la cámara legislativa le impedirá exigir al PSOE la lectura cabal de su éxito. Sus 15 diputados no pasan de testimoniales.
Aznar es el perdedor, pero con hechuras de ave fénix. El expresidente se anticipó (ya nadie se acuerda), hace unos meses, cuando dijo que la vía judicial no sirve para combatir el procés frente a la eficacia de la vía política. Leverkühn, como buen cirujano, pensó en amputar la vida política con una Ley de Partidos, pero al final se conformó con el 155. Ahora el pasado vuelve al amparo de sensaciones y situaciones que avivan la memoria. El 28A representa la segunda derrota de Aznar después de aquel 2004 de Zapatero frente a un Gobierno saliente tocado por la borrón de Las Azores y la mentira sobre la autoría del atentado de Atocha.
En La caída de los dioses (Visconti), los visillos se balanceaban de forma inquietante la noche del incendio de Reichtag alemán, mientras que el príncipe de Salina se agitaba ante el viento cálido que llegaba del sur (Gatopardo). Hoy sigue siendo válido el imperativo de la sensación. Nada se parece realmente a la mayoría socialista de ZP, pero un montón de pequeños detalles muestran la reiteración que late en el interior del cambio actual.
A pesar del estropicio del procés, sigue siendo válido el principio de que no se puede gobernar España contra el sentir nacionalista (no mayoritario) de catalanes y vascos. Ese estropicio se lo debemos a la Ley d’Hondt, un reglamento de base provincial –como los gobernadores civiles- y que, sin embargo, ha consagrado los resultados nacionalistas a lo largo de cuatro décadas. El constitucionalismo de Aznar-Faustus, PP-Cs-Vox, ha sumado el 20% de los votos en Cataluña, mientras que en las generales del 2016 alcanzó el 24,3% y en las elecciones al Parlament de diciembre del 2017 obtuvo casi el 30%, con la celebrada victoria de Inés Arrimadas, entonces una lideresa racional y esquemática, pero hoy fagocitada por el club de griterío. Incomprensible.
En Cataluña, Cs ha perdido 643.000 votos y el PSC regresa lentamente del pasado. La gente no quiere apariencias; nadie se conforma con los teatrillos del detergente si a continuación no hay un discurso bien armado y comprometido. Y lo peor es la sensación final de que Arrimadas puede, pero no la dejan. Aznar-Faustus pronosticó un día que los catalanes nos ahogaríamos en nuestra propia salsa. Y lo cierto es que padecemos un mal endémico: rozamos, al mismo tiempo, la desesperación y la gloria.