Decía Jean Paul Sartre que el infierno son los otros: el tormento que inflige la mirada ajena, estableciendo la fatal diferencia entre lo que uno quisiera ser y lo que realmente es. De lo que cabe concluir que el infierno de quienes hoy se postulan para el ejercicio del poder en España, es decir, de los candidatos que concurren a las próximas elecciones, son las redes sociales, los medios de comunicación y el escrutinio de los nuevos mecanismos de verificación. La sorpresa reside en el hecho de que ese tártaro no parece importarles: se aplican en el uso de la mentira con asiduidad y se producen con desparpajo en la contradicción y la inconsecuencia, cuando lo que cabría esperar de ellos es la formulación de propuestas susceptibles de mejorar la vida de los ciudadanos de la nación que pretenden gobernar. ¿Quién habla de cómo garantizar las pensiones de una sociedad galopantemente envejecida?, ¿quién define de manera cabal un proceso educativo capaz de dar respuesta a los retos que imponen las nuevas tecnologías?, ¿quién se compromete en la defensa de una política medioambiental verdaderamente eficaz?, ¿quién se atreve a extender una receta idónea para hacer frente a los próximos vaivenes económicos que los expertos ya descuentan?
El panorama que ofrece el país, no importa la perspectiva desde la que se observe, suscita estupor, preocupación y fatiga. Llevamos ya dos meses soportando la grotesca competición por el título de macho alfa entre las tres derechas en liza y el obsceno denuedo de los independentistas tratando de obtener rédito electoral de la situación por la que atraviesan sus líderes en prisión. Porque los rifirrafes y las bravatas no han comenzado ahora: empezaron cuando las tres derechas --o acaso se trata de una sola-- sacaron pecho en Colón y los ardides del prófugo de Waterloo lograron en la España de la que abomina el efecto pretendido. Fue entonces cuando el inquilino de la Moncloa entendió que era el momento de convocar elecciones a Cortes que, a mayor abundamiento, se solapan esta vez con las campañas de los comicios municipales, autonómicos y europeos, previstos para finales de junio. O sea que el insulto barriobajero, la bronca letanía de frases hechas y eslóganes sin contenido, y la descalificación sistemática del adversario van a nutrir los noticiarios y las tertulias un par de meses más. Y todo ello salpimentado con nuevas revelaciones acerca de las hazañas de la policía patriótica espiando a políticos, la destrucción de pruebas en un caso de corrupción sistémica, el escrache de violentos energúmenos a una candidata al Congreso, y el tedioso discurrir del juicio al procés en el Tribunal Supremo. ¿Hay quien dé más? Claro que sí: nuevos inquisidores se ceban ahora con los cuentos infantiles. En una escuela pública de Barcelona ya han expurgado 200 volúmenes, entre los que se encuentran textos de tan alto riesgo como “Caperucita roja”, “La bella durmiente” o “La leyenda de Sant Jordi”, por considerarlos tóxicos y divulgadores de patrones sexistas, machistas. Y para completar el ciclorama, un magistrado de Madrid acaba de enviar a un juzgado de violencia de género el caso de la enferma de esclerosis múltiple que decidió quitarse la vida con el auxilio de su marido. El hombre hubo de llorar la muerte de su mujer en un calabozo. Si aún les parece poco, podemos añadir al paisaje el monocromo y siempre inquietante espectáculo del palco del Bernabeu --o del Barça, que tanto da-- en el que la nomenclatura se aplica a entonar la palinodia, e intenta conjurarse, ante la eventualidad de un resultado electoral poco favorable a sus intereses. Así está el patio.
Ante semejante perspectiva, uno no puede por menos que aguardar con impaciencia el respiro de una Semana Santa reparadora. Tal vez los candidatos, absortos en la elección de la corbata con la que acudirán al debate a cinco previsto para el 23 de abril, nos den cuartel, la justicia se tome un descanso, la inquisición deponga sus obsesiones, los violentos se recluyan en las playas, y podamos tener la Pascua en paz. Más que nada para intentar sosegarnos, reconocernos, y parecer lo que nos gustaría ser. Porque el infierno, a veces, no está en el escrutinio de los demás. El infierno consiste, simplemente, en mirarnos al espejo.