Dar por hecho que el Tribunal Supremo presidido por el juez Marchena ya tiene escrita su sentencia sobre el 1-O es un indicio más de que el nacionalismo victimista necesita nutrirse de confabulaciones exóticas dispuestas a atenazar la libertad de una Cataluña que --según Pau Casals-- fue la primera democracia del orbe. Para zafarse de complots tan perversos todo vale aunque, en realidad, el complot más evidente --según transcurre el juicio-- es el de quienes, escudados en las instituciones autonómicas que dimanan del Estado, tenían decidido alterar el orden constitucional.

Existe una versión angelical del procés por la cual el pueblo de la Cataluña ideal y superior al resto de España nunca rompería ningún plato. La fase testifical va revelando lo contrario: hubo cristales rotos y eso correspondía a un plan. Desde Prats de Motlló a Octubre de 1934, por no hablar de los complots internos del independentismo --supinos en el caso de ERC--, la insurgencia contra el Estado tuvo por componente clásico la suposición de que todo está justificado porque Cataluña es víctima de una conspiración secular que España viene urdiendo de forma metódica y devastadora.

El análisis del fenómeno abrupto de los chalecos amarillos en Francia conecta populismo y complotismo. En las encuestas, más del 20% resulta del todo permeable a las teorías de la confabulación. Vieja propensión: desbordar las formas de la democracia representativa y reubicar la voluntad popular en las calles a costa de una erosión tóxica de la autoridad legítima. Eso es "dar la voz al pueblo". Para complots ahí están los protocolos de los sabios de Sion, tan increíblemente vigentes en la esfera digital. La intricada confabulación de España contra Cataluña acaba generalmente o bien en actos fallidos de ruptura o bien en el gesto simbólico, dos postulados que interactúan de modo constante. Son formas irracionalistas que, desde su propio complotismo, opacan la capacidad autocrítica de una sociedad y la dejan en un callejón sin salida. Al fin y al cabo, el complot suele consistir en empeorarlo todo para que ninguna solución sea practicable. Nunca andan lejos los arquetipos del fanatismo.

Pierre-André Taguieff estudia de qué modo "los enemigos del pueblo" van siendo reinventados --caso del independentismo catalán-- mientras que las élites son acusadas de ser partícipes de la gran conjura de la globalización, cuando no de la añeja conspiración judeo-masónica. En el caso de Cataluña, alguna mente eximia acabó por decir que era mejor ponerse en manos de China y echar lastre europeo. En las actuaciones de los CDR subyace el enfrentamiento con un complotismo cuya acuñación lesiva es la constitución de 1978, el sistema, la propiedad privada, la democracia formal. Al banalizar la autoridad, como ocurre en Barcelona, la desprotección del ciudadano acaba siendo reactiva y puede trasladarse de un populismo a otro de signo contrario. Mientras tanto, el Tribunal Supremo, acusado de toda modalidad complotista, sigue intentando escrutar la verdad.