Al hacer públicas sus discrepancias con el PDeCAT, Marta Pascal expresaba el otro día su deseo de fundar un nuevo partido, unas siglas que acogerían a los viejos convergentes hastiados del carnaval puigdemontista. Esta hipotética formación abriría los brazos a los electores de centro derecha que, aun siendo soberanistas, apostarían por una hoja de ruta más cabal y posibilista. O sea, los del peix al cove de toda la vida, los del pájaro en mano. Pascal se refirió a ellos como “huérfanos” desde el derrumbe de CiU, un colectivo que, a decir de los expertos, podría superar los 220.000 electores, cifra nada desdeñable.

Lo más interesante del asunto es la elección del sustantivo “huérfanos” porque, bien mirado, es tal el cúmulo de derivas y desencantos que España parece estar convirtiéndose en una inclusa gigante, en un orfanato al estilo de Dickens, con multitud de expósitos desorientados, sin saber a quién votar. La orfandad de la izquierda, la de verdad, carente de un discurso estructurado y pragmático, daría para un novelón decimonónico. ¿Qué se hizo de la herencia de Izquierda Unida? ¿Bajo qué techumbre se cobija en Cataluña la izquierda no nacionalista? ¿Adónde llevará el liderazgo debilitado de Podemos? Un folletín, ya digo.

De todas las orfandades, sin embargo, la más grave, porque tuerce el espinazo que vertebra el país, es la del liberalismo. No existe en España una formación verdaderamente liberal; esto es, un partido que defienda ante todo los derechos y libertades individuales, la tolerancia y el respeto de las minorías. El experimento de Ciudadanos, que apuntaba maneras, ha acabado por escorarse con el nacionalismo español más rancio y por anclarse en la defensa de un modelo territorial centralista. No hay discurso más allá de estas premisas, y eso de liberal tiene poco.

¿Dónde está la derecha civilizada? Puestos a forjar cierta idea de España, muchos de quienes se dicen liberales prefieren sacar el fantasma del Cid a caballo y seguir con la matraca de los Reyes Católicos, en lugar de apelar a un legado que hunde sus raíces en las Cortes de Cádiz. El liberalismo fue aplastado por un rey atroz que pasó a la historia como Fernando VII. ¿Vivan las cadenas?, maldita sea. A quienes, se supone, deberían ser sus herederos no se les ocurre reivindicar a figuras como Rafael del Riego o José María de Torrijos, muertos ambos por defender la libertad, ahorcado el primero, fusilado el segundo. El Museo del Prado, por cierto, exhibe hasta el 30 de junio el cuadro Fusilamiento de Torrijos y sus compañeros en las playas de Málaga, obra de Antonio Gisbert, el homenaje pictórico a una expedición fallida para modernizar España. La monarquía borbónica, la Iglesia católica, una clase política parasitaria y los grandes terratenientes dieron al traste con ello. Larra tuvo que pegarse un tiro. Visto lo visto, a menudo parece que esté pagándose todavía la factura de un siglo XIX trágico.