El voto útil es el resultado de una reflexión muy sencilla. Ante la perspectiva de un Gobierno horroroso, el votante antepone el pragmatismo a la fidelidad. Si los míos no van a ganar, al menos voy a colaborar en impedir la peor opción votando a un candidato que no votaría en condiciones normales. Incluso algunos abstencionistas pueden repensar su desapego al sistema ante un horizonte calamitoso. El miedo ha proporcionado algunos éxitos electorales.
El PSOE se está beneficiando hasta ahora en las encuestas del temor a un Gobierno de toda la derecha, incluida la versión extrema de Vox, de la seguridad de que un Ejecutivo de estas características empeoraría el conflicto con los independentistas, además del retroceso insinuado en materia de derechos sociales e individuales. Con tanto peligro en ciernes, Pedro Sánchez se subió a la ola de la mejora electoral sin demasiado esfuerzo, más allá de sus viernes sociales, de sus decretos leyes apuntando lo que podría llegar a ser una legislatura completa con un Gobierno de progreso y de su batalla por exhumar al dictador del Valle de los Caídos en homenaje a la memoria histórica. Sin embargo, los sondeos le son demasiado buenos para seguir confiando únicamente en el voto útil.
El propietario del voto útil calcula a diario, ajusta el esfuerzo de su renuncia al beneficio previsible, busca un resultado satisfactorio para asegurarse unos mínimos colectivos sin que ello implique ningún interés en participar en la fiesta de quien, a fin de cuentas, no es su candidato habitual. Una fina línea roja separa la predisposición a votar por temor a un mal mayor de la sensación de que ya no es necesario hacerlo porque la lista mejor posicionada para frenar el peligro ya tiene garantizada la victoria.
Al otro lado de esta línea roja hay otros votos, los de quienes se apuntan siempre al éxito, como el comprador típico de Sant Jordi que pretende adquirir de buena mañana el libro que va a ser el más vendido al final de la diada. Le euforia creada por los sondeos puede tener sus réditos entre estos apostadores al ganador, a cuenta de perder a quienes estaban dispuestos a ceder su voto ante la emergencia política. El dilema está en saber en qué lado de la línea roja hay más papeletas y si es posible compatibilizar ambos bloques.
Aquí está el PSOE. Los sondeos apuntalan a Pedro Sánchez como claro favorito a ganar las elecciones y reducen paulatinamente el número de socios que va a necesitar para gobernar. Esta es una perspectiva estupenda para los socialistas. De momento una hipótesis de trabajo a confirmar el domingo 28. Antes deberá enfrentarse a la necesidad de dar con el mensaje ajustado para hacer ver al voto prestado que la derecha sigue siendo una amenaza y, por tanto, su papeleta es imprescindible; y hacer creer al votante abonado al ganador que su victoria es segura, así que ya puede subirse al carro de los triunfadores.
El reto es de laboratorio, porque es difícil detectar el preciso y crucial instante en el que los unos de desentienden del pragmatismo como argumento electoral y los otros inician la migración de la duda o la abstención a la participación en la victoria. Esto es cosa de los sabios demoscópicos y un error de apreciación podría ser fatal. Sánchez, por su parte, debe elegir en los próximos días cómo presentarse en la recta final de la campaña. Como un gobernante a disposición de una coalición de temerosos progresistas para defender lo que queda del Estado de bienestar o cómo un líder de ideas emocionantes y renovadoras para el país, incluida alguna propuesta concreta para ilusionar de nuevo a los catalanes con una España plural. Tal vez así podría sumar más fácilmente.