Jaraba: "Lo que nos espera no es la soberanía o el centralismo, sino la decadencia y el retroceso"
El periodista señala que TV3 ha sido fundamental en los últimos años para proyectar el independentismo y que la izquierda no ha tenido un modelo alternativo
7 abril, 2019 00:00El mundo es complejo. La globalización exige una adaptación constante y en Cataluña “no se habla de lo que realmente está ocurriendo en el planeta”. Gabriel Jaraba (Barcelona, 1950), periodista de larga trayectoria, en medios escritos y en el sector audiovisual, clarifica su posición para interpretar, desde su propio caso, lo que ha ocurrido en Cataluña en todos estos años. Lo tiene claro: “Lo que viene es la decadencia y el retroceso”. Lo analiza en esta entrevista con Crónica Global, tras una primera parte en la que admite que ha podido ser “como catalanista, un tonto útil”.
--¿Siguen existiendo dos Cataluñas, o más, sin que se hiciera realidad en ningún momento esa idea del sol poble?
--Existen unas cuantas Cataluñas, entre ellas, a saber: la de los mafiosos italianos que lavan tranquilamente su dinero en Barcelona y los mafiosos rusos que lo hacen en la costa sin que nadie les diga ni mu; la de las comunidades étnicas que construyen aquí su modo de vida sin rozar siquiera las muestras locales de civilidad; la de los traficantes de estupefacientes cuya estructura de distribución se ajusta a una etnia y nacionalidad perfectamente determinadas; la de altos directivos internacionales que gestionan intereses globales como si estuvieran en Dubai; la de quienes trabajan porque el puerto de Barcelona sea controlado por Pekín como el del Pireo; y sobre todo la de los nietos de la inmigración castellanoparlante de los 60 que viven en una burbuja construida por un entretenimiento low cost proporcionado por la sociedad de la comunicación y que han sido inmunes a una escolarización que debiera haberles conducido al umbral del futuro y no a un concepto del patriotismo español que no hace más que repetir tópicos y que se basa en falacias. También existen Cataluñas altamente personalizadas como algunas comarcas del interior que redescubren antiguas querencias carlistas, localistas y caciquiles, del mismo modo que existió en Barcelona una Cataluña formada por escritores latinoamericanos que nunca quisieron enterarse de que este país tenía una lengua y cultura propias y cuando no tuvieron más remedio se enfadaron mucho. Una sociedad moderna y democrática, en un mundo globalizado, es necesariamente muchas sociedades distintas; ya lo decía Luis Arribas Castro en aquella radio matinal que nos entretenía tanto, “la ciudad es un millón de cosas”. La cuestión es que la sociedad sea ciudad y no tribu, ciudad plural y pluralizante cuyo aire hace a los hombres libres. Por eso la idea de un solo pueblo se hace realidad no en torno a una idea monolítica de lengua y cultura sino de la igualdad de derechos y deberes, las libertades democráticas y el primado de la razón dispuesta al cuestionamiento y no de la emocionalidad pronta a la adhesión incondicional.
--¿Distinas pluralidades, en ambos campos?
--En un país habitan realidades muy diversas y las llamadas “dos Cataluñas” se dan en un muchas Cataluñas, y por tanto el verdadero problema es cómo va a ser capaz esa Cataluña plural de afrontar el futuro que ya está aquí. En primer lugar, el cambio vertiginoso que estamos comenzando a vivir, que es una de las causas del nacionalpopulismo ascendente, no sólo en Cataluña y Europa, cambio que está llamado a ser, y no exagero, un tsunami civilizacional, pues el modo de vida originado por la sociedad industrial será severamente trastocado. En segundo, una necesaria integración del planeta en una sola humanidad, el único medio de detener la degradación medioambiental de la que el cambio climático es solamente, por terrible que parezca, un primer paso. Y la cuestión es, ¿cómo va Cataluña a afrontar la realidad de construir una sola humanidad en esa perspectiva de futuro si está polarizada en torno a cuestiones que hace décadas que han dejado de ser relevantes? Pero es que hemos tenido una consellera de Presidencia que ha recibido formación universitaria en Estados Unidos y propone actitudes socioeconómicas decimonónicas y otro conseller que ha proferido unos cuantos lugares comunes respecto a la digitalización que parecen sacados de los foros de internautas de los años 90. La cuestión es que si continúa el inmovilismo que responde a la polarización entre las dos Cataluñas lo que nos espera no es la soberanía o la hegemonía centralista sino simplemente la decadencia y el retroceso. El inmovilismo es tal que incluso la fuerza alternativa al independentismo, que consigue ser el partido más votado, es incapaz de asumir un verdadero liderazgo operativo de la oposición e incluso se sumerge en gestos tan patéticos como los de aquellos a los que se supone que se opone. El nacionalpopulismo no comprende la sociedad en que vive y desea modelar a su gusto y por fuerza; su alternativa constitucionalista no percibe las sutilezas y matices de una cultura política, una ideología y unas complicidades que son de caligrafía fina y cuya imbricación mutua se les escapa totalmente y por eso no le es posible combatirla.
--El catalanismo progresista soñaba con una Cataluña ciudad, como expresión de un país integrado, avanzado y emprendedor del progreso. El riesgo actual es que la mutación independentista del nacionalismo nos conduzca a lo que las izquierdas ilustradas percibieron muy tempranamente con la eclosión del pujolismo: una Cataluña ruralizante que abomina de la cultura de la ciudad, que considera lo comarcal como lo verdaderamente auténtico y que se considera “pueblo” tal como lo ha expresado Torra: “Yo soy el pueblo”. No importa que haya dos Cataluñas o cien, con unas o con otras hay que defender la Cataluña ciudad y asumir que es Barcelona y un espíritu barcelonés que se ha expresado con toda claridad en distintas épocas lo que debe constituir su vanguardia. Pues la realidad es que, como sostiene Josep M. Martí Font, en todos los sectores de peso estratégico Cataluña ha desaparecido.
--Usted ha trabajado en TV3. Es una televisión moderna. ¿Hubo la voluntad de que fuera, en algún momento, la televisión nacional de todos?
--La hubo, sobre todo entre sus profesionales y trabajadores, y entre estos, la sigue habiendo en grandísima medida. Una conciencia de deberse a los intereses públicos generales y comunes en los ciudadanos, un deseo de ser la BBC por lo menos a base de seriedad, profesionalidad y voluntarismo. Esta conciencia sigue intacta, a mi entender, porque en los 19 años que trabajé allí me encontré no sólo con profesionales de gran valor sino con personas de una calidad humana poco común, y ello no es percibido desde el conjunto de la sociedad, y menos ahora cuando los aspectos más visibles de esa televisión parecen haber descuidado la tarea de ser la BBC para inclinarse hacia la Fox News. Pero el tejido institucional, profesional y laboral de TV3 es muy sólido y muy bien articulado, pervive una idea de empresa pública muy fuerte y muy respetada por todos menos por algunos políticos adláteres y las personas encargadas de ejecutar sus designios. El movimiento sindical de TV3, liderado por Comisiones Obreras, es modélico. Pero cuando se revela que su estructura institucional de administración y control estaba pensada para escenarios que no son los presentes, poco puede hacerse para evitar que los ejecutores se abran paso y atraigan a quienes están llamados a ser sus seguidores. Las personas que representan con más claridad la tendencia Fox, rostros muy famosos y por lo visto influyentes, no son ninguno de ellos personal fijo de la casa que participa de la cultura de empresa pública sino colaboradores contratados o directivos de productoras externas que realizan labores de encargo.
--¿Ese es el problema?
--El problema de TV3 no es tal como se quiere mostrar desde la prensa política o los partidos, pues unos y otros comparten la misma concepción de la comunicación, meramente instrumental. La televisión es más que sus informativos y su eventual inclinación hacia una u otra línea informativa, la televisión es un medio muy complejo en el que el entretenimiento es tan importante o más que las noticias, un medio que, incluso en tiempos de internet, contribuye poderosamente a definir los marcos culturales en los que se producen las personas y los grupos y no sólo la opinión política. El acierto de los independentistas ha sido entender la televisión más allá de los informativos, ser conscientes de que un relato político, más allá de su acento puesto en uno u otro lugar, se construye de manera global. TV3 ofreció una plataforma excelente para ello independientemente de que en sus inicios unos la pensaran como televisión pública para todos y otros como punta de lanza de la transformación de un protoindependentismo tosco e impotente en un nacionalismo asimilador. Pasó lo que tenía que pasar: si has sido capaz de hacer una televisión popular, de calidad, que interesa a todos y ofrece una imagen creíble y además ejerce un poderoso efecto de identificación, esos elementos positivos pueden encaminarse a unos fines determinados. La izquierda, cuando gobernó, no pudo, ni fue capaz, ni quiso hacerlo, y cuando hizo oposición, la trató a partir de una concepción anticuada y burda de la comunicación. Unos la empujaron por el actual camino porque otros no pusieron los obstáculos que debían haber dispuesto.
--En TVE muchos profesionales, de forma periódica, muestran sus quejas respecto a la dirección o al tratamiento de algunas informaciones. En TV3 nunca ocurre. ¿Cómo se debe interpretar esa cuestión?
--Los profesionales son los únicos que son conscientes de que la televisión pública es un bien escaso y extremadamente frágil que cuesta mucho de construir y es muy fácil de destruir en un periquete: véase lo que ha sucedido con la programación de TV3. El resto de personas, tanto políticos como periodistas pero también los ciudadanos en general, se complacen en jugar a la pelota con ella según el juego político sin la menor consideración hacia su fragilidad y la necesidad de su función democrática. Lo que todos los agentes políticos desean es simplemente controlarla, excepto el PSC, que cuando pudo mandar sobre ella renunció a hacerlo porque le daba una pereza enorme, e Iniciativa le acompañó porque sencillamente no comprendía qué debía hacerse en aquel caso al ver que las viejas fórmulas de control eran obsoletas. Los profesionales de TV3, nacionalistas o no, han sido conscientes siempre que de los políticos sólo les podían llegar males, y no iban a regalar a los de Guatemala argumentos para perjudicar a los de Guatepeor. Así de sencillo.
--Hay una crítica constante desde el movimiento independentista según la cual la intelectualidad española mantiene un silencio sobre la cuestión catalana que no se entiende. Y se pregunta ‘dónde está la izquierda española’. ¿Usted comparte esa crítica, o considera que tiene una explicación lógica ese silencio?
--La publicación de un manifiesto de adhesión a Jordi Cuixart y Jordi Sànchez que considera que su proceso pone en peligro las libertades públicas más allá de sus personas nos indica que los intelectuales españoles no estaban muertos ni tomando cañas, sencillamente están hasta las narices de todos nosotros. Los intelectuales españoles y la ciudadanía ilustrada de las Españas en general han dejado de ver a Cataluña como un polo de generación de vanguardias, innovación y renovación de España. ¿Cómo no va a ser así si el nacionalismo catalán ha renunciado a la idea catalanista de modernizar España, si se plantea la complejidad catalana como si estuvieran en los años 30 del siglo XX y pretende abordarla con soluciones de los años 60 del siglo XIX? Esa crítica independentista cree que España se encuentra al borde del fascismo cuando no instalada en él y considera que no hay nada que hacer con ello. El sector más benevolente se admira de que los intelectuales del resto de España no se solidaricen con el grito de libertad de Cataluña cuando para ellos no es más que un clamor insolidario. El sector más intransigente cree que España está perdida y no sólo hay que librarse de ella sino de los “colonos” españoles, que es como cualifican a los ciudadanos catalanes que no se adhieren a sus posiciones partidarias. Unos y otros les perdonan la vida a los intelectuales que podrían apoyar a Cataluña; de un modo u otro sólo les consideran valiosos instrumentalmente, si apoyan sus posiciones, pero de hecho no les conceden el derecho a tener una patria, a sentirse orgullosos de ella y de su bandera y a acometer la tarea común de hacer avanzar una España moderna en Europa, pues ni siquiera respetan ni sentimientos ni símbolos.
--¿Qué les sucede, entonces?
--Sus mentes están situadas a principios del siglo XX y creen que España es “la morta” de Joan Maragall, un cadáver ambulante al que le falta poco para entrar en descomposición. Si el catalanismo y el nacionalismo han padecido históricamente de una grave falta de comprensión e incluso de información respecto al Estado –y piénsese en qué medida esto contribuyó a la derrota de la república en el alzamiento fascista y la guerra—, el independentismo ha comprado su propia propaganda y vive en las nubes. Los graves hechos de 2017, desde las vergonzosas jornadas parlamentarias del 6 y 7 de septiembre hasta la protesta masiva del 1-O indicaron que estaban completamente asentados en esa falsa consciencia: como si estuviéramos en tiempos de Xirinachs y la Marxa de la Llibertat. Pero los líderes independentistas creen que es así, y cuando se encuentran ante el estado en acción en su expresión más depurada (que son los tribunales de justicia y no las fuerzas armadas) no dan crédito a sus ojos. Por eso unos dicen yo no he sido, señorita, y otros se creen Nelson Mandela. Pero los intelectuales españoles han reaccionado justo cuando debían: cuando más allá de juegos de palabras y de responsabilidades legales concretas han reconocido que los actuales procesados son presos políticos por una razón tan sencilla como contundente: porque si no lo fueran no hubieran sido víctimas de una prisión preventiva tan larga como escandalosa. La complejidad del asunto se basa en una frase que escribió un día el llorado Manuel Vázquez Montalbán: lo peor que le puede pasar a alguien que tiene manía persecutoria es que le persigan. Los independentistas ven en España un Estado franquista y no democrático, y lo dicen abiertamente. Sólo reconocen como demócratas a los ciudadanos españoles que muestran adhesión o por lo menos comprensión hacia el independentismo, es decir, se les pide que dejen de ser legítimamente patriotas y ciudadanos legítimamente orgullosos de su nación.
--¿Pero hay algún síntoma al que se puedan agarrar?
--El problema es que la modernización de España, que se ha producido de manera rotunda y que el independentismo no quiere reconocer, ha hallado y sigue hallando resistencias en ciertas estructuras de estado y algunas mentalidades asimiladas. Vox no surge de la nada y no es, o no solamente, la continuación del franquismo por otros medios sino una forma de nacionalismo español que sus partidarios consideran legítima en términos patrióticos. La instrucción del proceso a los líderes independentistas no surge de la nada, lo hace de una manera determinada de orientar los procesos criminales, de una mentalidad institucional que cree, ella y no sólo los dirigentes políticos del momento, que está llamada a preservar en última instancia la unidad de la patria, cuando solamente el ejército tiene asignada esa misión constitucional, y en último lugar pero no menos importante, de una judicatura traspasada de arriba abajo por la pertenencia de muchísimos magistrados a organizaciones ultracatólicas sectarias y su vinculación familiar a otras estructuras de estado, cosas estas que si bien no comprometen su independencia la sitúan en un marco ideológico perfectamente definido. Todo eso no es fascismo ni franquismo sino lo que teorizó el gran sociólogo Juan José Linz a la muerte de Franco, un autoritarismo que ha permeado las instituciones democráticas a pesar suyo y una importante parte de la sociedad; si no fuera así los despojos de Francisco Franco estarían enterrados debidamente en privado y las víctimas de la guerra que fueron esparcidas por cunetas y descampados, inhumadas ya en terreno sagrado. Ese trasfondo macabro explica la complejidad del asunto y la imposibilidad de que sea reducido a esquemas. Pero lo que yo reprocho a los intelectuales españoles es que no hayan hecho como los británicos cuando el referéndum escocés; ni ellos hicieron una campaña de “better together” como no la hizo el estado de ningún modo y en ningún lugar, eso es lo escandaloso, ni un solo gesto ni un solo argumento sobre el porqué de la unidad y su necesidad, sólo desplantes y reproches. Cuando en el Reino Unido la autora de Harry Potter se mojó con unas declaraciones muy claras al respecto, por ejemplo. Claro que ya había donado cien mil libras para la campaña electoral del Partido Laborista, pero aquí es que ni siquiera se regaló una palabra sensata, y eso que hablar es gratis.
--¿En qué medida la izquierda se ha equivocado, si lo considera así, con el abrazo al nacionalismo en Cataluña?
--Las relaciones entre izquierda y nacionalismo han sido siempre ásperas. Bajo el franquismo, el nacionalismo fue excluyente con la izquierda desde el principio: recuérdese lo enormemente difícil que fue superar el anticomunismo de la derecha nacionalista antes de la creación del Consell de Forces Polítiques y de la Assemblea de Catalunya. La clave del asunto se encuentra en un momento concreto: cuando en los años 60 y 70 el gran empuje de Comisiones Obreras y los movimientos vecinales bajo la hegemonía del PSUC hacen que la izquierda se haga con la hegemonía del antifranquismo en Cataluña y el nacionalismo aparezca como un aderezo culturalista. La capacidad de la izquierda de liderar a los intelectuales antifranquistas y sus producciones culturales, unido a la anterior, es la causa de la verdadera equivocación histórica: creer que esa hegemonía de la izquierda era irreversible, que el nacionalismo podía ser reducido en el mejor de los casos a un complemento cultural y lingüístico y que la izquierda podía abanderar el acceso a la democracia con un “catalanismo cultural”, en la expresión impulsada por Antoni Gutiérrez Díaz, secretario general del PSUC. El Guti era muy dado a cierto optimismo tan desbordante que acabó por desbordarle: se atribuyó como un gran éxito el fichaje para el partido de Rafael Ribó, el hombre que acabaría por liquidar la organización, creyendo explícitamente que la pujanza del partido hegemónico mantendría bajo control el componente nacionalista que le servía para aspirar, ahí sí, a una transversalidad. Lo que no se vio entonces era que esa transversalidad no vendría dada por un antifascismo a lo Partido Comunista Italiano sino por algo cuyo verdadero alcance no se entendía entonces y ahora sí: la asunción por parte de un gran número de intelectuales, activistas y profesionales de que “la pàtria és la llengua”, que enunciada así parece algo lógico desde el punto de vista del catalanismo e inocuo política y socialmente. En realidad se trata de una afirmación mucho más grave y peligrosa que la de “la patria es la etnia”, en la que no pocos creían pero no se atrevían a pronunciar. El etnicismo lingüístico implica asimilación, lo que le hace parecer benevolente al no mediar la segregación inmediata que presupone el etnicismo racial, pero acaba en lo mismo: de no mediar asimilación de grado o por fuerza la exclusión se produce igualmente. Todavía hoy esto no acaba de comprenderse y muchos se escandalizarán al leer esta explicación. Lo de “un sol poble” está vinculado a “la pàtria és la llengua” y de ahí tantos nefastos equívocos, tanto disimulo y tanta frustración.
--¿Y cómo evolucionó?
--A medida que el nacionalismo hizo cambiar las tornas de las hegemonías las izquierdas quedaron descolocadas pues sucedió lo que no podía suceder; es una catástrofe psicológica equivalente a la de las izquierdas europeas que creyeron completada la ilustración y en los 80 les aparece Jomeini, y siguen sin comprender de dónde demonios ha salido ese regreso de Dios por la puerta trasera. La melancolía actual de las izquierdas y su desazón ante el empuje del independentismo viene de entonces, habiendo pasado por algo peor, el pacto del Tinell. Aquí esa perplejidad condujo a entregar definitivamente la hegemonía del catalanismo, popular o no, a ERC, cosa que vimos con toda claridad en el campo de la comunicación y de la cultura: ni el PSC ni Iniciativa presentaron batalla en este asunto. Por cierto que hay que recordar que desde la fundación de TV3 los representantes de Iniciativa en su consejo de administración fueron Muriel Casals y Jordi Sànchez, nada menos, pero también nada más. Con los tripartitos no es que las izquierdas abrazaran el nacionalismo, es que le cedieron el punto del terreno de juego en el que se deciden las cosas. El lema electoral de José Montilla, “hechos y no palabras” es esclarecedor al respecto; la incomprensión de que es la capacidad de construcción de un relato es lo que decide, y eso lo tienen claro el independentismo catalán, Trump y los brexiters. La izquierda todavía tiene que entender eso y obrar en consecuencia, pero le da pereza, no tiene quien reflexiones sobre ello y no escucha a quien lo hace. Piénsese que durante los dos tripartitos ningún dirigente del PSC o Iniciativa se acercó a hablar con los cuadros medios y altos de TV3 para reflexionar un poquito ni que fuera. Así de complejas y enrevesadas han sido las cosas, y el abrazo ha venido más recientemente, cuando se han producido trasvases de dirigentes y militantes entre izquierdas e independentismo y diversas situaciones propias de comedia de enredo entre gente de muy diverso pelaje. La reciente aventura de los Comuns Sobiranistes en alianza con ERC nos depara grandes momentos de fruición, por cierto, por no mencionar otro asunto no menos importante: los cimientos que le han servido al independentismo para presentarse como un movimiento antifascista –gente como Valtonyc pero muchos otros ven en Puigdemont un Durruti—han sido construidos con materiales aportados por la izquierda dogmática y autoritaria del 68 que se opuso a la Assemblea de Catalunya y en los 90 acuñaron la nefasta expresión de “régimen del 78” que tanto parece conferir hoy categoría de alternativos a los progresistas. Quiero decir que las culpas están muy repartidas, lo han sido por caminos ásperamente tortuosos y que más que “comprar” nacionalismo o abrazarse a él lo que se hizo fue renunciar a comprender la complejidad de la sociedad en la que se vive. Es decir, lo que hace Quim Torra en este mismo momento.
--¿Ha habido intelectuales orgánicos que han acabado siendo perjudiciales para la sociedad catalana?
--En el momento en que Pujol se decide a arrebatar la hegemonía cultural a la izquierda para hacerse consecuentemente con la hegemonía política, se da perfectamente cuenta de que tiene a la mayoría de periodistas progresistas en su contra, a los intelectuales de izquierdas en plena beligerancia contra él, a los artistas y configuradores de sensibilidades ridiculizándolo, e incluso a los escritores nacionalistas desconfiando de él por miedo a ser víctimas de sus fobias o su ninguneo. Desde entonces él fue consciente de que debía marginarlos o desactivarlos, y destruirlos si era posible, y construir ex novo una nueva intelectualidad que fuera una intelectual orgánica, en alianza con los intelectuales tradicionales portadores de la llama sagrada del nacionalismo. El primer intento fue Baltasar Porcel, cuando Pujol compra la revista Destino, le pone al frente y el escritor mallorquín emprende la arriesgada tarea de apoyar un recambio de Comisiones Obreras por CNT, presentándose él mismo como anarquista y dando eco a los movimientos oportunistas de dirigentes nacionalistas que creían posible hacer de la central anarcosindicalista un polo anticomunista con ellos como “cerebros”. Ahora parece delirante pero esta operación produjo fuertes sacudidas en sectores no desdeñables de la izquierda y sobre todo en el periodismo, dejando diversos cadáveres profesionales por el camino. El Pujol empresario de prensa –directamente o por persona interpuesta, siempre fracasando en el empeño por su propia incapacidad— nace de la ferviente asunción de esa necesidad. Y persiste en ello hasta el día de hoy, incluso cuando fracasa, una vez más, con el intento, casi conseguido, de hacer de La Vanguardia el gran diario nacionalista que lidere la nueva hegemonía siguiendo sus directrices. Pero ojo, las iniciativas empresariales de Pujol y el pujolismo siempre se han llevado a cabo con el dinero de los demás, y ahí ha aparecido no solamente su incompetencia profesional e industrial sino su aguda tacañería: TV3 y Catalunya Ràdio llegaron a ser lo que fueron porque habían sido generadas con dinero público. En el caso contrario, véase la miserable gestión del diario Avui y su triste absorción, y la lamentable moraleja: la redacción periodística más nacionalista del país ha sido la más castigada económica, profesional y laboralmente.
--¿Y esos intelectuales orgánicos, cómo se generan?
--En la etapa independentista del nacionalismo se emprende ya sin disimulo la tarea de construir un semillero de intelectuales orgánicos, más allá de anteriores intentos como la Fundació Acta que no acabaron de cuajar, quizás porque la altura intelectual de muchos de sus miembros les ha impedido prestarse a manoseos. Parece como si se hubiera pretendido una operación como la de la nueva derecha francesa, que fue lanzada como la alternativa al mayo del 68 pero se ha llevado a cabo con gente muy joven y en algunos casos demasiado narcisista, pues si bien el narcisismo es necesario en este tipo de tareas en el caso presente ha sido trocado por una especie de brutalismo que, salvo una honrosa excepción por su solidez intelectual y virtud cívica, adorna a personajes que uno se asombra de que hayan podido construir una narración seguida por tanta gente. Quizás es que se repite una característica de la política catalana en los años 30: proponer discursos políticos de enorme tosquedad adornados con posturas entre la “murrieria” y la brutalidad verbal. Así pues, si es comprensible que toda clase social con pretensión de hegemonía trate de dotarse de sus intelectuales orgánicos, en el caso del independentismo catalán ha sido la capacidad de ciertos personajes, instituciones y medios de asimilar el movimiento al nacionalpopulismo y sus trazos comunes transeuropeos; la capacidad de dar pie a las personas para que revelen lo peor de sí mismos; el halago al narcisismo colectivo que neutraliza la capacidad crítica; el sectarismo de siempre radicado ahora en el esquematismo que proporciona la autocomunicación de masas, e incluso la introducción de la idea de que la independencia bien vale unos cuantos muertos, aunque esto haya sido dicho mediante el recurso retórico de al revés te lo digo para que me entiendas. Pero lo peor ha sido su papel, a través del activismo digital, en acostumbrar a la gente a prescindir de cierta contención en la argumentación que históricamente había sido propia del nacionalismo. Ese brutalismo intelectual es transferido a las masas haciéndoles creer que son víctimas y por tanto, tal como se piensa en esta sociedad bárbara, tienen derecho a todo, tienen razón siempre y deben exigirlo todo. Y eso es lo que va a dificultar que el 47 por ciento de votantes independentistas asuman que el procés está muerto porque cuando uno se prueba el traje de víctima cuesta mucho volver a la civilidad desnuda. Como dijo uno, “caballero, ya se sabe que todos llevamos una bestia dentro, pero es que usted la lleva por fuera”.