Dice la Real Academia de la Lengua que el término “apóstata”, entre sus varias acepciones, también se circunscribe al hecho de abandonar un partido para entrar en otro, o cambiar de opinión o doctrina.

Las próximas elecciones generales están convocadas para el próximo 28 de abril y, escasamente un mes después, volveremos a votar en los comicios europeos, autonómicos y locales. También en un día de abril de 1931, el 14, esa vez, tras unas elecciones municipales, fue proclamada en España la II República. Aquel día, una cantidad inmensa de españoles ayudaron con su voto para hacer cambiar el sentido de la historia en nuestro país. Sin embargo, la esperanza que depositaron en aquel momento muchos de ellos, pronto se convirtió en descontento. El propio Ortega lo inmortalizó en uno de sus artículos con la expresión: “Así no, así no”.

De nuevo, volvemos a la carga electoral que nos llevará a un final impredecible con la misma sensación de que nada ha cambiado y está todo por hacer y no será por los esfuerzos de este gobierno socialista que ha intentado cambiarlo todo, mediante decretazos, eso sí, desde que Mariano Rajoy fue derrotado mediante una moción de censura por el socialista Pedro Sánchez.

Europa continúa sufriendo la más grave crisis en este siglo que a pueblos, naciones y culturas caben padecer. Cada vez es más patente su debilidad y ya no está segura de mandar ni de seguir mandando, agravándose esta situación por un nuevo ciclo migratorio cada vez más agresivo en su intensidad, que trae como consecuencia el resurgir de los nacionalismos excluyentes con su componente racista. Sin embargo, ante esta explosión de radicalismo ideológico y moral, los ciudadanos observamos estupefactos como nuestros dirigentes no están valorando en su justo término lo que se nos viene encima. Esta falta de interés, si alguien no lo remedia, va a provocar un camino sin retorno de impredecibles consecuencias. En efecto, el Brexit, los movimientos políticos y sociales de índole fascista, el separatismo, y el resurgir de los nacionalismos excluyentes en nuestro entorno más próximo, campan a sus anchas, teniendo como única respuesta el apaciguamiento absurdo ante estos movimientos reaccionarios, contemplando solo un objetivo cortoplacista, y sin saber hoy en día cual es nuestro destino.

En España, la situación política es claro reflejo del entorno europeo donde nos encontramos. El fracaso del gobierno por recuperar enlaces con los representantes políticos del mundo radical separatista ha generado el efecto contrario al deseado, aumentando la incertidumbre y debilidad ante la opinión pública española, agitando al votante radical de la extrema derecha hasta ahora adormecido durante décadas. Vox es la evidencia de ello. Incluso, algunas asociaciones contrarias al separatismo como Sociedad Civil Catalana, defensora del constitucionalismo y la transversalidad ideológica en defensa de la sociedad española en su conjunto, se han visto desactivadas no tanto por errores internos como por la pérdida de rumbo para la que fue creada.

Sin duda, los estrategas de los diferentes partidos en disputa deben estar planificando los nuevos programas electorales en la búsqueda de encontrar soluciones al estancamiento político que padecemos, con la esperanza de que esta vez acierten; por eso, no creo necesario señalar alguna puntualización a sus propuestas; sin embargo, conviene tener en cuenta, a quien le interese, algunas apreciaciones que reduzcan el riesgo de cometer el mismo error de los últimos meses. Por ejemplo, quizás convendría aceptar que lo que más está influyendo en la sociedad española en la actualidad, no discurre entre la “derecha” o la “izquierda” porque no es un problema de contenido; incluso hasta se podría tolerar un programa más avanzado. Pero con lo que no transige es con el modo y el tono en que se presenta. España no tolera ni ha tolerado nunca el radicalismo, que es el modo tajante de imponer un programa. Solo el radicalismo es posible cuando hay un absoluto vencedor y un absoluto vencido, y este no es el caso. Esta misma sociedad, también es intransigente ante la violencia y la arbitrariedad partidista, luego, el que quiera aprovecharse del resquicio de una situación inestable como la actual, también pagará las consecuencias.

Comienza ahora una carrera de obstáculos donde los candidatos al Congreso, Senado, parlamentarios europeos, diputados autonómicos y municipales han de presentar los programas de sus correspondientes partidos al electorado. Convendría, una vez conocidos los resultados, que no cayésemos en la tentación de “apostatar” de nuestros propios principios ideológicos por el que nos votaron con el fin de obtener en provecho propio o partidario el poder deseado. Tengamos por seguro que la falsa victoria de hoy, por un azar numérico favorable a conseguir la representación en los órganos de poder, será rechazada por la ciudadanía. La historia no se deja fácilmente sorprender. A veces finge, pero no traga.

La estrategia seguida por el último gobierno ante el movimiento independentista ha sido la de mimar al adversario en busca de un entendimiento mutuo. Ha sido un error pues esta táctica de no limitar los deseos les está proyectando la idea de que todo les está permitido y a nada están obligados. A fuerza de evitarles toda presión en rededor, todo choque, con otros que no piensan como ellos, les está llegando a creer efectivamente que solo ellos existen, y se acostumbran a no contar con los demás. Este es el sentido de la erupción “nacionalista” en los años que corren, y siempre ha pasado así. Pero todos estos nacionalismos son callejones sin salida. Inténtese proyectarlos hacia el mañana y se sentirá el tope. Por ahí no se va a ningún lado. El nacionalismo es siempre un impulso de dirección opuesta al principio nacionalizador. Es exclusivista, mientras éste es inclusivista. Quizás ahora puedo entender por qué en la Constitución española se habló de nacionalidades y no de naciones. Por suerte, tanto en España como en el resto de Europa, estas cuestiones empiezan a estar de sobra consolidadas, y el nacionalismo empieza a entenderse como el pretexto que se ofrece para eludir el deber de la invención y de las grandes empresas.

Para que no tengamos dudas, conviene recordar el deseo de un porvenir por el cual nuestra nación debe continuar existiendo. Por eso nos movilizamos en su defensa; no por la sangre, ni el idioma, ni el pasado común. Al defender la nación defendemos nuestro mañana, no nuestro ayer. Lo más importante no es lo que fuimos ayer, que también, sino lo que vamos a hacer mañana. Esa tarea, juntos, es lo que nos reúne en Estado. Eso implica también que la Europa que imagino, que imaginamos, debe contener la pluralidad actual y no puede ni debe desaparecer. Lo bueno de todo esto es que, junto al avance tecnológico y cultural en que nos encontramos inmersos, nos avala paralelamente un pasado extenso que nos permite tener más experiencia a la hora de plantearnos cualquier respuesta por arriesgada que fuere; por eso, repito, el saber histórico es una habilidad de primer nivel para conservar y hacer progresar nuestra civilización. No porque dé soluciones prácticas a posibles conflictos que debemos superar, sino porque puede alertarnos de cualquier error parecido cometido anteriormente.

En definitiva, si perdemos la memoria del pasado, entonces, la experiencia desaparece y nos encontramos en desventaja cara al futuro. Finalmente, debemos comprender el peligro al que nos enfrentamos con personajes que lideran en la actualidad gobiernos nacionales como el italiano, el venezolano, o el americano; y regionales como el que tenemos en Cataluña. Líderes que se comportan en cuestiones que ignoran, no como ignorantes, sino como sabios. Por tanto, huyamos de los sabiosignorantes.