Reflexión y mesura, con la convicción de que, sin ellas y sin entender que es necesario tomar la iniciativa, el independentismo deteriorará el sistema político español. Alberto López Basaguren (Basauri, 1957) es catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad del País Vasco.
Es especialista en el estudio de esas demandas secesionistas en sistemas federales. También ha destacado en el derecho de la Unión Europea y en el conflicto abierto por el Brexit. Es miembro del grupo redactor del documento Ideas para una reforma de la Constitución (2017) y firmante de un Manifiesto Federalista, con la voluntad de que consolidar el autogobierno de las comunidades autónomas. Asesor en la comisión del parlamento vasco sobre la mejora del autogobierno, a propuesta del PSE. Busca consensos y rechaza el “inmovilismo”, que considersa “suicida”.
López Basaguren señala en este entrevista con Crónica Global que todos deben realizar un esfuerzo, a partir de lo sucedido en Cataluña, pero que es el conjunto del sistema político español el que debe entender que, si no toma la iniciativa, dejará el terreno de juego en manos del independentismo. Defiende una fórmula federal y considera que el sistema autonómico ha quedado periclitado, que las autonomías se ven cercenadas por las leyes de base del Estado, pese a no justificar ninguno de los pasos del independentismo en Cataluña. “El inmovilismo en el que se ha instalado el sistema político español es irresponsable”, insiste. Defiende una ley de lenguas para el conjunto de España y considera, también, que el independentismo generará que en el seno de Cataluña se ponga en cuestión que el catalán deba ser la única lengua vehicular en la enseñanza.
--Pregunta: Usted ha seguido de cerca el proceso soberanista en Cataluña, que ha derivado hasta el juicio en el Tribunal Supremo. Todos los dirigentes independentistas se refieren al mandato político, a la necesidad de impulsar un proyecto “democrático” por encima de las limitaciones de la ley. ¿Es un debate que debamos tener en cuenta, de una forma seria y real en los próximos años?
--Respuesta: Considero que hay que diferenciar dos aspectos. En primer lugar, el principio de legalidad o imperio de la ley (rule of law). Es un principio irrenunciable en todo sistema democrático; un principio esencial, sin el que ningún sistema democrático puede sobrevivir. Es un principio que garantiza la seguridad, tanto jurídica como política. Y ambas son esenciales, indispensables; lo contrario es abrir la puerta a la destrucción del sistema. Y ese principio tiene una legitimidad inatacable, precisamente, por la naturaleza democrática del sistema político en el que se han hecho esas leyes.
Desde este punto de vista, la postura del independentismo tiene un problema irresoluble: está poniendo en entredicho la legitimidad democrática del sistema político --y, por tanto, la legitimidad de desobedecer sus leyes-- porque no reconoce el derecho a la autodeterminación --o su sucedáneo, el derecho a decidir--; o, en otras versiones, por no dejar que el electorado de Cataluña pueda manifestar en referéndum su voluntad sobre el estatus político de su comunidad. Pero ni en el Derecho internacional ni en las democracias constitucionales se reconoce el derecho de autodeterminación --o el derecho a decidir-- a pueblos de las características del catalán --lo que dejó claro el tan recurrente Dictamen del Tribunal Supremo de Canadá sobre la secesión de Quebec (1998), que se utiliza y se manipula a antojo--, ni el derecho a referéndum para manifestar la voluntad sobre el estatus de una comunidad es un elemento necesario del modelo europeo de sistema democrático, como, por ejemplo, ha dejado muy claro en distintas ocasiones la Comisión de Venecia, del Consejo de Europa.
--¿Por tanto?
--Esa idea de democracia por encima y al margen del imperio de la ley que sostienen los dirigentes independentistas es una falacia. Como afirmó el Tribunal Supremo de Canadá en el mismo Dictamen, se trata de un argumento que, a primera vista, es seductor, porque se vincula a la idea democrática; pero cuando se analiza más en profundidad, resulta un argumento endeble, “porque malinterpreta el significado de la soberanía popular y la esencia de una democracia constitucional”. Dicho esto, ningún sistema democrático puede contemplar impasible, con tranquilidad, que una parte muy cualificada --cercana a la mitad del electorado-- de una comunidad tan importante como lo es Cataluña en España no se sientan vinculados al mismo y consideren que carece de legitimidad política. No hay sistema democrático que pueda pervivir a la larga si no logra la adhesión y la legitimidad de la inmensa mayoría de quienes integran la sociedad. Quienes insisten en la importancia de respetar el principio de legalidad no pueden ser indiferentes a la necesidad de que esa legalidad sea sentida como plenamente legítima.
El sistema político español tiene un arduo reto, que hasta ahora se ha empeñado en eludir: recuperar la legitimidad política en una mayoría ampliamente cualificada de la sociedad catalana. Es decir, una cosa es que Cataluña no pueda pretender un derecho a la secesión --salvo que, en su caso, concurriesen las condiciones que lo legitimarían como remedial secession, es decir como remedio--; otra es la necesidad del sistema político español de saber gestionar el reto del independentismo de forma irreprochablemente democrática; y, finalmente, la tercera, es la imperiosa necesidad de que el sistema político recupere una legitimidad política ampliamente mayoritaria en Cataluña.
--¿Qué limitaciones tiene la apuesta por la ley y la Constitución, sin tener en cuenta esas grandes movilizaciones a favor de un referéndum de autodeterminación?
--La apuesta debe seguir siendo por la ley y la Constitución; pero de forma que logre la adhesión, la legitimidad política, de esa mayoría ampliamente cualificada de la sociedad catalana a la que me refería. Eso solo se puede lograr con una importante reforma del sistema autonómico que, en parte importante, requiere la reforma de la Constitución. La crisis independentista en Cataluña es un síntoma --el más extremo-- de los defectos del sistema autonómico; o, dicho de otra forma, de sus limitaciones para lograr una satisfacción cualificadamente mayoritaria de una sociedad como la catalana. Atrincherarse en el inmovilismo, negándose a afrontar la necesaria reforma del sistema autonómico, es creer que la fuente del problema --o lo que no ha sido capaz de evitar que surja-- puede ser su solución. O que el problema se resolverá por sí solo. O, aún peor, que el problema, la crisis, se puede resolver mediante la imposición, por la coerción; es decir, con el recurso, todo el tiempo que haga falta, al artículo 155 de la Constitución, convirtiendo un instrumento radicalmente extraordinario en un instrumento ordinario de gestión de Cataluña.
Manifestación independentista en la última Diada
--¿Qué comportaría?
--Es una opción absolutamente suicida para el sistema democrático. Eso no quiere decir, como se afirma de forma descalificadora, que haya que reformar la Constitución para satisfacer a los independentistas. En absoluto. Una cosa son las demandas de los independentistas y otra las razones que han llevado a una parte cualitativamente significativa de la sociedad catalana a respaldar la propuesta independentista. La reforma constitucional tiene que resolver, de forma suficientemente satisfactoria, los problemas del sistema autonómico que ha llevado a respaldar el independentismo a una parte muy importante de quienes lo están respaldando --los independentistas recientes--. Entre los países democráticos en los que se han planteado retos similares han triunfado los que han avanzado por la vía de un sistema federal sólido, reformándolo cuando ha sido necesario; y han fracasado quienes no han acertado en esa vía. La experiencia comparada muestra que no hay otra vía que la reforma. La Constitución española, por razones históricas, carece de los elementos indispensables para un buen gobierno de un sistema sólido de autonomías territoriales; y solo puede avanzar con seguridad por ese camino siguiendo el ejemplo de los sistemas federales más solventes. Mientras no lo haga, el sistema político español estará irremediablemente atrapado en la agenda del independentismo y no podremos superar el debate sobre el referéndum y la independencia. O acepta el reto del independentismo y acepta el referéndum y sus consecuencias –lo que no parece viable- o cambia de tablero de debate político. Pero negarse a lo primero y no afrontar lo segundo es jugar a la ruleta rusa.
--¿Es defendible la autodeterminación de Cataluña?
--Ya he dicho que el derecho de autodeterminación no es aplicable a Cataluña. Pero es indispensable saber gestionar de forma profundamente democrática el reto que el independentismo plantea. Y eso solo se puede hacer en estricto cumplimiento de los principios en los que se basa la Constitución. Lo que quiere decir que si el sistema político español no es capaz de ganarse la legitimidad política de esa mayoría cualificadamente amplia de la sociedad catalana va a tener ante sí un problema muy serio, porque no se puede mantener una crisis de este tipo abierta durante largo tiempo; y no se puede resolver por la pura vía de la imposición. La crisis del sistema democrático que una situación semejante acarrearía sería muy difícilmente sostenible; en el interior, en España, y en el contexto europeo. Y nadie sabe qué situaciones --especialmente de crisis-- va a encontrarse Europa en el futuro. No solo hay que ser escrupulosamente democrático en la gestión del reto independentista; además, hay que parecerlo. La imagen que se reciba en el exterior es muy importante y, dependiendo de la coyuntura europea, puede ser determinante.
--Porque, ¿puede Cataluña mirarse en el espejo de Escocia o Quebec, o es realmente un caso único?
--Ambas cosas. Los procesos de Quebec y Escocia están ahí y son difícilmente eludibles; cuando menos, en algunos aspectos. Por mucho que algunos se empeñen en ignorarlos o en sostener que no se pueden equiparar, ahí están. Pero se trata, en ambos casos, de sistemas constitucionales peculiares, modelo Westminster, en los que la idea de base es el concepto político --y no jurídico-- de Constitución, aunque, a partir de la patriación de la Constitución en 1982, Canadá es un híbrido singular. En Canadá, por razones históricas, la Constitución no dice nada sobre referéndums, por lo que no se planteaba el problema jurídico de la capacidad de un parlamento territorial para convocarlo; problema que sí existe en el Reino Unido y en España. Eso no es indiferente.
En Escocia, el referéndum se hizo con autorización expresa del Parlamento británico --que impuso condiciones--. Una autorización que no se puede entender sin los cálculos políticos –irresponsables-- de un primer ministro tan singular como David Cameron; una singularidad que le llevó a convocar, dos años más tarde, el referéndum sobre el Brexit, llevando al Reino Unido a la situación en que se encuentra en la actualidad. Más que si Cataluña puede mirarse en el espejo de Quebec y Escocia hay que preguntarse si España quiere mirarse en el espejo de Canadá y Reino Unido; y, aún más, si el sistema político español quiere aprender de esos dos procesos históricos o se empeña, como hasta ahora, en no hacerlo.
Por ejemplo, el hartazgo de la sociedad con el tema del referéndum y la soberanía, la fractura de la sociedad, etc. En cualquier caso, desde la perspectiva de los independentistas catalanes, esos espejos muestran aspectos que se niegan a ver y a tener en cuenta. De la imagen que ofrecen solo reparan en lo que conviene a sus pretensiones e ignoran todo lo que las pone en entredicho. Pero también tenemos el espejo del Reino Unido con el Brexit, de cuyo proceso todos debemos aprender mucho.
López Basaguren, catedrático de derecho constitucional
--El Gobierno del PP, con Mariano Rajoy, ¿debería haber entrado en una negociación política en el momento en el que Artur Mas se lo pide? ¿Qué pudo haber hecho para que el conflicto no llegara hasta donde ha llegado?
--El sistema político español tiene dos alternativas viables y una muy arriesgada, casi suicida. Esta última es el inmovilismo. Las otras dos son: negociar con los nacionalistas las demandas que estos plantean, tal y como las plantean, o tomar la iniciativa y construir un sistema autonómico con profundas y amplias autonomías territoriales, pero con gran solidez y eficacia en el gobierno del conjunto del sistema, de forma que garantice la estabilidad del sistema político y la integración del conjunto. La primera de estas opciones lleva a unos resultados que ya conocemos: la construcción de un sistema falto de coherencia, hecho de sucesivos retales o trozos cogidos de aquí y de allá, a golpe de negociación política, en una dinámica que nunca logrará la satisfacción de las demandas nacionalistas, porque tienen una capacidad ilimitada de cambio. La segunda alternativa requiere que las fuerzas políticas se decidan a tomar la iniciativa, para construir un sistema sólido y coherente, reconociendo todas las singularidades o diferencias que sea necesario reconocer. Pero eso solo se puede hacer con la vista puesta en un horizonte clara y netamente federal. Rajoy pudo haber negociado el pacto fiscal con Artur Mas. Hubiese sido una salida. Temporal, pero salida, al fin y al cabo. Lo que ocurre es que los problemas irresueltos del sistema autonómico seguirían ahí y volverían a aparecer y a crear problemas similares. Sobre todo, si ese hipotético acuerdo sobre el pacto fiscal hubiera sido un simple remiendo, sin integrarse en un sistema de financiación de todas las comunidades autónomas coherente y equitativo.
--Existe un debate sobre el referéndum y las consultas por parte de las autonomías. ¿Podría una comunidad autónoma celebrar algún tipo de consulta sobre si se apoya o no una reforma constitucional que pueda incorporar el derecho de autodeterminación? ¿Esa sería una posible salida? ¿Sería constitucional?
--El TC ha reiterado, una y otra vez, que eso no es posible constitucionalmente. Para un sistema político como el nuestro es muy difícil poder aceptar un referéndum sobre la hipotética independencia de uno de los territorios que integran España. Hay quienes consideran que una reforma de la Constitución en ese sentido no es aceptable, a pesar de que en nuestra Constitución no haya cláusula de intangibilidad --cuestiones que no son reformables--, porque consideran que lo es implícitamente. Yo no comparto esa opinión. Y, en esto, no creo que nuestra Constitución sea diferente a la canadiense o a la norteamericana. Y tanto en una como en otra sus respectivos tribunales supremos aceptan que la secesión es posible, previa reforma de la Constitución, si hay acuerdo sobre ello. No solo el TS de Canadá lo ha dicho; también el norteamericano en 1869, tras la guerra civil. Pero no solo es muy difícil que algo similar se acepte en España, políticamente, sin que el sistema entre en una profunda crisis. Lo que me parece es que no hay que plantearse esas hipótesis sin antes intentar resolverlo de forma que esa hipótesis pueda evitarse. Para mí no es que la reforma de la Constitución no pueda aceptar la independencia de un territorio; es que hay que tratar de resolver políticamente el problema para que esa opción no tenga que plantearse.
--¿Deberá España en algún momento impulsar algún tipo de ley similar a la Ley de Claridad canadiense?
--En España ocurre algo muy llamativo con la Ley de Claridad; unos y otros, quienes propugnan la independencia y quienes se oponen radicalmente a ella, están obnubilados con la Ley de Claridad. Y en Canadá es denostada por los soberanistas y es casi irrelevante para quienes se oponen a ellos. El problema es que la Ley de Claridad se interpreta a conveniencia, sin tener en cuenta por qué, cómo y para qué surge en Canadá. Los nacionalistas la ven con buenos ojos porque entienden que establece la competencia territorial para convocar un referéndum sobre la soberanía de su territorio. Y los contrarios a la independencia, porque consideran que pone unas condiciones tan estrictas, cuya evaluación deja en manos del Parlamento federal, que garantiza que no se les va a ir de las manos.
Pero ni unos ni otros han entendido la Ley de Claridad y lo que significa en Canadá. Esa Ley no avala la competencia para convocar referéndum de soberanía. Esa competencia, que, por las peculiaridades de la Constitución canadiense, no se discutía es externa y previa a la Ley de Claridad. Esta Ley nace, precisamente, para enfrentarse a la situación creada por esa competencia para convocar un referéndum sobre la soberanía por parte de una provincia; más claramente, para tratar de evitar que un referéndum semejante tenga efectos prácticos. Pero, además, se trata de una ley que es una interpretación de parte interesada --del Parlamento federal-- sobre lo que hay que deducir de lo que el TS dijo en el dictamen sobre la secesión de Quebec. Y es una interpretación discutida --por la Asamblea nacional de Quebec, por ejemplo-- y muy discutible como interpretación de la doctrina del TS.
--¿Por tanto?
--Creo que el momento de plantearse la necesidad de abordar jurídicamente el problema en esa vía no debe ser previo a intentar resolver políticamente el problema. Si el problema es democráticamente irresoluble, y así lo demostrase el paso del tiempo, democráticamente quizás no hay otro remedio que plantearse la regulación de cómo poder independizarse y sus condiciones. Por eso me parece tan irresponsable el inmovilismo en que se ha instalado el sistema político español. Otra cosa son los problemas de viabilidad que la pretensión independentista puede plantear, a pesar de una ley semejante. El Brexit es un ejemplo de ello en unas condiciones incomparablemente más sólidas para la pretensión del RU respecto a la UE que la de los independentistas catalanes respecto a España.
El académico y político canadiense Stéphane Dion
--¿Qué verdades hay en el independentismo catalán o vasco cuando reivindica un autogobierno real, al entender que el Estado de las autonomías no lo ha garantizado?
--Hay una parte de verdad y, junto a ello, mucha exageración interesada. Por ejemplo, es inaceptable que tras casi 40 años de estatutos de autonomía siga abierta la discusión sobre las transferencias. En mi opinión, no todas las que se reclaman son indiscutibles y hay mucho de apariencia cuando se mencionan cantidades elevadas de competencias sin transferir, cuando en casi todos los casos se trata de aspectos muy concretos en materias en las que los servicios han sido transferidos. Pero también, por otra parte, se suele afirmar con arrogancia que España es el país con autonomías más amplias del mundo; y eso no es verdad.
Hay una gran descentralización del gasto y una muy potente estructura político-administrativa autonómica, pero la autonomía política de las comunidades autónomas está lastrada, entre otras razones, por la reserva al Estado de la competencia para establecer lo básico en la mayoría de las materias, como columna vertebral del sistema de distribución de competencias. Y, aunque no es el problema del País Vasco y de Navarra, el sistema de financiación sigue siendo el problema más importante, que más distorsiona, un tratamiento suficiente y equitativo de las comunidades. Mientras no se resuelva de forma adecuada la financiación de las comunidades no hay remedio. Pero no debemos mirarlo solo en relación a lo que los partidos nacionalistas territoriales plantean. Quien esté interesado en garantizar un sistema autonómico amplio y profundo, pero fuertemente sólido y estable políticamente, no puede cerrar los ojos al hecho de que la regulación constitucional del sistema autonómico está integrada mayoritariamente por disposiciones que se han convertido en puros fósiles, normas muertas, y que no dispone de los instrumentos que garanticen el buen gobierno del sistema autonómico.
--¿Puede el nacionalismo catalán o vasco acomodarse en un Estado netamente federal? Históricamente se ha rechazado, al considerar que sería un Estado simétrico, que no recogería las diferencias como naciones.
--Considero que más que obsesionarse con la forma en que los nacionalismos territoriales plantean sus demandas, hay que mirar a qué es lo que es capaz de lograr el respaldo de una mayoría cualificadamente amplia de estas sociedades. Los sondeos de opinión periódicos que se realizan tanto en el País Vasco como en Cataluña ponen de relieve que es posible lograr ese amplio respaldo mediante fórmulas que no coinciden con las reclamaciones rupturistas de signo independentista o similar. La cuestión es que mientras no se impulsen esas alternativas el terreno de juego político se abandona a los nacionalistas y sus demandas. Por tanto, para mí la cuestión no es si la opción "netamente federal" que usted señala satisface o no a los partidos nacionalistas en el momento de plantearla y desarrollarla, sino si satisface suficientemente a una mayoría ampliamente cualificada de esas sociedades, de forma que no consideren una buena idea respaldar la opción independentista. Si la opción independentista no logra un respaldo cualificado, los partidos nacionalistas la abandonarán o se arriesgarán a la marginalidad política.
--¿Es esa la dificultad de España en relación a otros países, de carácter federal, como Alemania, la necesidad de acomodar dos cuestiones, autogobierno y descentralización y reconocimiento nacional de dos de sus partes, Euskadi y Cataluña?
--Nuestro país es como es. Quien no lo acepte como punto de partida, se equivocará en la alternativa política que plantee. Es un país que carece de la homogeneidad de sentimiento nacional que existe, por ejemplo, en Alemania. Pero no somos el único país que debe afrontar una realidad compleja, de estas características. Cada país debe articular el sistema federal que sea adecuado a sus características. Y tenemos ejemplos de los que aprender. No estamos solos en el mundo de las democracias federales en esa peculiaridad. Pero hay que asumir que hay pretensiones --como la homogeneidad de sentimientos nacionales-- que nunca o, al menos, a corto plazo, podremos alcanzar, por lo que es mejor que no nos obsesionemos demasiado con ellas. Ciertamente, cuando esa homogeneidad de sentimientos no existe las cosas son más difíciles. Pero no se trata de resolver la cuestión de los sentimientos, sino de articular un sistema político sólidamente integrado y estable teniendo en cuenta esa realidad.
Lo que ocurre es que cuando los nacionalistas reclaman el reconocimiento de sus comunidades como "nación" no concretan, en primer lugar, qué es lo que, a su juicio, supone ese reconocimiento, qué efectos tiene; y, por otra, acaban pretendiendo que su aceptación signifique lo que ellos creen que debe significar. En los sistemas democráticos en los que se habla con naturalidad de distintas naciones siempre se remarca que lo son "dentro de un único país" o "dentro de un país unido". Además, ese reconocimiento se limita al discurso puramente político. El reconocimiento de las minorías nacionales, en el seno del Consejo de Europa --organismo en el que más se ha avanzado en este ámbito-- tiene consecuencias --en el ámbito político, lingüístico, etc-- que el sistema constitucional español cumple de forma indiscutible. De acuerdo con este organismo, la condición nacional es un sentimiento personal de pertenencia, que a nadie se puede negar. Pero, más allá de ese reconocimiento, ¿qué se intenta con esa reclamación? Al final, en esos debates siempre se acaba en lo mismo: el intento de justificación del derecho de autodeterminación, se exprese como se exprese. Como en su día (2006) dijo Stéphane Dion, en el debate parlamentario sobre esta cuestión, los nacionalistas, con la reclamación del reconocimiento como nación pretenden introducir la confusión en las palabras para provocar la confusión en los espíritus.
López Basaguren
--Los que se oponen al proceso independentista catalán señalan que España ya reconoce su diversidad interna. ¿Pero no ha quedado a medio camino? ¿Se podría realizar un nuevo impulso, con la ley de lenguas que algunos expertos, como usted, defienden?
--Comparativamente, entre los países de Europa y en el ámbito de las federaciones multilingües, en España el reconocimiento de la diversidad lingüística se sitúa al nivel más elevado. Lo único que se puede alegar es la falta de reconocimiento de lo que podríamos denominar estatus federal de las lenguas que son oficiales, junto con el castellano, en distintas comunidades autónomas. Es decir, que ante los órganos comunes del Estado se pueda utilizar cualquier lengua que es oficial en uno de sus territorios. Pero quien haga esa crítica no puede desconocer las peculiaridades de cada país. En las federaciones multilingües ese estatus federal no se puede desvincular del hecho de que son países multilingües como resultado de la suma de distintos monolingüismos territoriales. Por eso es ineludible ese reconocimiento. Una circunstancia que no se da en España. En cualquier caso, a mi juicio, esa territorialización rígida del carácter oficial de las lenguas distintas del castellano podría –y tendría- que flexibilizarse, al menos relativamente.
A la luz de la tarea de control del Comité de Expertos de la Carta Europea de Lenguas Regionales o Minoritarias, del Consejo de Europa, en España se da, especialmente, un problema estructural en relación con el uso de las lenguas distintas del castellano en la relación con los órganos judiciales; un ámbito que es especialmente problemático en casi todos los países. Y, asimismo, en el uso ante los órganos de la Administración periférica del Estado. Pero este problema tiene una significación práctica relativamente menor. Fuera de ellos, los problemas son puntuales. Y el reconocimiento de la pluralidad lingüística en España se sitúa en el nivel más elevado de la Carta. Lo que ocurre en España es algo singular. El reconocimiento legal y la aplicación práctica se sitúa en el nivel más elevado entre los países europeos, pero las autoridades del Estado no lo suelen considerar una cuestión que les ataña, sino que lo consideran una cuestión de las comunidades autónomas. En ese campo puede incidir, entre otros, una ley estatal de lenguas.
--¿En qué consistiría esa ley de lenguas, y cómo podría incidir a nivel interno en Cataluña?
--El tratamiento de las lenguas en Cataluña sorprende a los expertos europeos, porque en ningún otro lugar con dos lenguas oficiales ocurren cosas como las que son habituales en Cataluña. Una ley estatal de lenguas en Cataluña tendría incidencia marginal, en la administración periférica del Estado. Tendría, sobre todo, un efecto simbólico, de imagen, y, sería de esperar, que transformase la actitud de los poderes del Estado, que pasasen a considerar la cuestión lingüística como una cuestión que también les atañe, no solo para garantizar el derecho de uso del castellano, y que no es una cuestión que corresponde exclusivamente a las comunidades.
--Usted ha defendido que existe un acuerdo interno en Cataluña respecto a la inmersión lingüística. Pero hay algunas disfunciones, y es un caso único en el mundo, junto con Groenlandia. ¿Se debería modificar, cómo?
--Yo siempre he sido crítico con lo que tradicionalmente era –no sé si lo sigue siendo- un consenso mayoritario en Cataluña sobre la utilización exclusiva del catalán como lengua de enseñanza de forma imperativa, obligatoria. Esto es algo excepcional en el ámbito europeo. Es una característica de los sistemas que se asientan sobre el principio de territorialidad en situaciones de monolingüismo territorial. Pero nunca ocurre en territorios en los que dos lenguas son simultáneamente oficiales. La protección de la lengua regional no justifica su imposición obligatoria como única lengua de enseñanza. Esto es lo que ha afirmado el Comité de Expertos de la Carta Europea en dos informes sucesivos sobre España. Siempre he creído que la convivencia lingüística en Cataluña, la paz lingüística, tenía que haber sido un objetivo fácil de lograr; mucho más fácil que en el País Vasco. Cuando menos, por dos razones: la proximidad entre las dos lenguas que conviven y la amplitud del uso social del catalán. Sin embargo, no ha sido así.
En mi opinión, se está creando un conflicto gratuito e innecesario por empeñarse en mantener una posición extremadamente rígida, incapaz de aceptar pautas de flexibilidad. Nadie, significativamente, pone en entredicho en Cataluña la necesidad de que el catalán se aprenda en la escuela de forma obligatoria. Hasta donde sé, creo que de forma aplastantemente mayoritaria se acepta el uso obligatorio del catalán como lengua de enseñanza. Lo que reclaman algunos es que no sea, obligatoriamente, la única lengua de enseñanza. En cualquier otra situación en países europeos de bilingüismo oficial esa sería considerada una situación inmejorable. En Cataluña, sin embargo, es fuente de conflicto. Algunos dicen que es un conflicto marginal. Tengo dudas. Y creo que el procés va a tener repercusiones en este ámbito, haciendo, probablemente, que la resistencia a la imposición del catalán como única lengua de enseñanza adquiera envergadura creciente.
--¿Se ha equivocado el Gobierno español de Pedro Sánchez al acercarse al Gobierno catalán?
--Nunca puede ser un error político mantener abierta la vía del diálogo entre fuerzas políticas y, aún menos, entre gobiernos; en este caso, creo que es una exigencia indiscutible. Creo que hay dos problemas, en todo caso. Por una parte, la necesidad del apoyo parlamentario de los partidos independentistas sin que estos renunciaran a utilizarlo para su estrategia de ruptura y la falta de claridad con la que el Gobierno de Sánchez ha afrontado su debilidad parlamentaria y esa dependencia del independentismo. Y, en segundo lugar, que se ha tratado de un diálogo sin alternativa política por parte del Gobierno, por lo que, como decía antes, permite a los partidos independentistas imponer la cuestión de debate. Creo que, en este sentido, la operación diálogo del Gobierno Sánchez ha sido la repetición del error de la operación diálogo de la vicepresidenta Sáenz de Santamaría.
--¿Puede facilitar el camino al independentismo una mayoría de derechas en el Gobierno de España?
--Los movimientos de ruptura siempre tienen –o creen tener- una oportunidad en la confrontación. Es la teoría de cuanto peor, mejor. La historia muestra que, ciertamente, los errores, la cerrazón, la dureza por quien está enfrente provoca una reacción de reagrupamiento y de capacidad de lograr más apoyos a la opción rupturista. En cualquier caso, creo que lo que se viene planteando respecto a la aplicación del artículo 155 de la Constitución como terapia, de aplicación inmediata y, previsiblemente, durante un largo periodo de tiempo, sumado a los efectos de una hipotética sentencia con –al menos relativamente- elevadas penas de prisión para los líderes del procés, puede crear una situación de oportunidad del independentismo con vistas a superar la mitad del electorado.
Esto no supone, en sí mismo, que la independencia de Cataluña esté al alcance de la mano. Pero haría mucho más difícil la gestión política del conflicto. Y elevaría considerablemente el riesgo de debilitamiento de la imagen de credibilidad --ante Europa y en el ámbito internacional-- en su gestión democrática del conflicto independentista por parte del sistema político español. La cuestión es saber quién va a saber gestionar mejor, para sus intereses, las cosas en el futuro. Los independentistas han cometido muchos errores, pero han sabido gestionar mejor la imagen internacional. Es su oportunidad. Habrá que ver si quienes gobiernen --y, en general, el sistema político-- saben gestionar el conflicto en el futuro o se ciegan y se empeñan en seguir jugando a la ruleta rusa.