Se avecinan, queridos amigos, tiempos interesantes para los amantes del análisis político, o mejor dicho: de la geoestrategia política, porque a estas alturas de partida el término análisis se queda corto, y no hace justicia a la compleja y endiablada situación a la que han llegado todas las piezas en el tablero de juego. Tendremos elecciones generales el 28 de abril, pues así lo ha anunciado Pedro Sánchez, en una comparecencia en la que ha aprovechado para largar su primer mitin de campaña. Nada de superdomingo electoral en mayo, que esto no va de ahorrar algún milloncejo. No mezclemos churras con merinas, que una cosa es gobernar en pedanías de mala muerte, condados y taifas, o mandar a unos pocos a vivir bien a Bruselas, y otra muy distinta pilotar el país desde las nubes, cómodamente arrellanado en la butaca de piel de un Falcon.
Dicho de otro modo: las elecciones generales serán --y permítanme bromear, que de los políticos hay que reírse porque suficientemente nos amargan la vida y el café a todos-- como la hilarante situación final de aquella película clásica de 1965 de John Sturges titulada “La batalla de las colinas del whisky”, cuando en una noche de ventisca, polvo y absoluta oscuridad confluyen, en un desolado páramo, una caravana de carreteros que transporta toneles de whisky; los habitantes de una ciudad de alcohólicos empedernidos que se han quedado sin whisky; las peripuestas damas de la liga antialcohólica; el séptimo de caballería con Burt Lancaster al frente, y los indios liderados por un sublime Martin Landau que quieren «agua loca» a cualquier precio. Evidentemente todos ellos se enzarzan en una batalla a ciegas en la que se disparan diez mil balas y… ¡Repámpanos, no muere nadie!
Estas elecciones serán algo parecido, un tótum revolútum, un todos contra todos, aunque lamentablemente ni tan inocuo ni tan humorístico. Son tantas las posibilidades, las combinaciones, las variaciones y permutaciones que se abren, que el avispado que atine a dar con el resultado y apueste, se forra de por vida. Veamos… ¿Será el PSOE el partido más votado? Es posible, quién sabe, pero la pregunta del millón es con quién pactará en caso de ser llamado a formar Gobierno… ¿Acaso intentará recoser y resucitar nuevamente a ese Frankenstein suturado al que ya conocemos y que tan mal huele? Visto lo visto, tras la traición del nacionalismo y su sonoro portazo a los presupuestos, y la clara advertencia de Elsa Artadi de que ya nunca más “volverán a pagar por adelantado”, la cosa no se antoja fácil, ni con el PSC arrodillándose aún más ante el nacionalismo. Podemos, por su parte, va de capa caída a nivel estatal, por el cisma que vive, la deserción de Iñigo Errejón, los conflictos de intereses con sus mareas, que marean aquí y allá, y la sospecha de que cada palo debe aguantar su vela porque “juntos somos un caos”. Es cierto que la pérdida de votos de Podemos podría verse paliada por votos de izquierdas procedentes de independentistas desencantados, pero en el mejor de los casos eso podría suponer apenas unas migajas.
En el otro lado del tablero tenemos a los muy fachorros partidos trifálicos --lo de derechas e izquierdas está demodé, dejémoslo en trifálicos y tricóñicos, y disculpen ustedes la vulgaridad, porque esto no serán unas elecciones sino unas erecciones--, que tras el vuelco de las autonómicas andaluzas podrían intentar encamarse si Ciudadanos se olvida de esa estética que le puede y le pierde, porque Vox viene a manchar su irrenunciable afán por presentar una imagen pulcra de partido centrado. Ese es el punto débil de los naranjas, la llaga en la que el PSOE mete el dedo y hurga y les desprestigia sabiendo que ahí es donde más les duele. Ciudadanos, tras un largo camino, y como potencial segunda o tercera fuerza resultante de esas elecciones, bien pudiera sentir la tentación de suscribir un pacto de Gobierno tanto con el PP como con el PSOE, porque considera que les ha llegado la hora de ejercer y curtirse en la administración del poder. El problema con el PSOE sería, en cualquier caso, la presencia del detestado Pedro Sánchez, con el que difícilmente Albert Rivera se avendría a pactar a no ser que éste renunciara de por vida a dar pan y agua a los nacionalistas catalanes y vascos.
A poco que lo piensen verán que el juego de las mayorías ofrece más cambio de cromos que nunca. Un auténtico mareo. Y no he considerado el raro pero no imposible caso de un empate técnico entre bloques, que pudiera forzar a unos y a otros a negociar contra natura. De hecho, y más que nunca, en estas elecciones debería ser obligatorio que todos los jugadores se pronunciaran y dejaran bien claro con quién no pactarían jamás ni borrachos. Eso nos facilitaría a todos las cosas. O al menos a una gran mayoría de votantes que, gracias al cielo, no somos voto cautivo ni juramos fidelidad eterna al que nos engaña o decepciona.
Y es que el gran problema que vivimos, y que condiciona por completo toda la vida política española, sigue llamándose Cataluña. Cuánto más fácil sería lograr entenderse y trabajar con políticas y objetivos centrados, ecuánimes --más allá de la cada vez más falsa dicotomía izquierda-derecha--, que beneficiaran a la inmensa mayoría de ciudadanos, de no tener que convivir con tanta sinrazón, tanta estupidez, hispanofobia, mentira, manipulación, cretinismo y veneno, como el que inocula en nuestras vidas un puñado de fanáticos. Ahí tienen, sin ir más lejos, a Oriol Junqueras, con cara de místico alelado, negando la mayor en pleno juicio, proclamando a los cuatro vientos su inocencia, su martirologio, y la inefable bondad de todo el destrozo perpetrado, al tiempo en que exclama con insoportable cinismo cuánto y de qué manera tan entrañable ama a España y nos ama a todos.
El nacionalismo es esa mierda que uno pisa y que no hay forma humana de eliminar del zapato. Su hedor ha convertido la vida y la convivencia en Cataluña en pura náusea, y ahora, mutada en agente tóxico incontrolable, persigue condicionar el futuro de todo un país.
Mediten más que nunca a lo largo de estos dos próximos meses su voto, queridos lectores.