Hace unos años, ante la constante expansión de la Sagrada Familia, el arquitecto Oriol Bohigas se permitió tildar la basílica de Gaudí de “vómito del catolicismo”. Se le olvidó añadir que ese vómito cada vez se extiende más y amenaza con llevarse por delante la ciudad que alberga la iglesia, llamada a convertirse en una especie de apósito del templo. Quienes están al frente de las obras son insaciables y ahora quieren demoler toda una manzana de la calle Mallorca para hacerle sitio a un pórtico monumental con unas escalinatas que ríase usted de las de las revistas de Matías Colsada en el Paralelo. Si les dices que en esa manzana vive un montón de gente que se va a quedar sin casa por la gloria de Dios, adoptan una actitud modelo “no se puede hacer una tortilla sin romper huevos” y se quedan tan anchos. Como los Blues Brothers, están en una misión de Dios.
Yo no sé si ese pórtico formaba parte del plan de Gaudí para la obra que coronaría su vida de meapilas genial, pero tengo entendido que el brillante arquitecto trabajaba sin planos y que lo único que le sobrevivió fueron algunos bocetos. Puede que pensara en la posibilidad de situar unas estatuas en diferentes puntos de la basílica, pero dudo que le hubiesen gustado las horrorosas piezas de Subirachs --más anquilosadas que hieráticas-- repartidas por la iglesia y contra las que, en su momento, no hubo nada que hacer: el pujolismo había elegido a Subirachs como su artista oficial y, pese a las protestas de los progres, el hombre se tiró sus últimos años metido en su estudio de la Sagrada Familia fabricando las birrias que todos conocemos.
Durante años, se mantuvo una polémica sobre si había que terminar la Sagrada Familia o dejarla como estaba. Es evidente que han ganado los de acabarla como sea, aunque para eso haya que afearla con los esperpentos de Subirachs o desahuciando a un montón de vecinos. Nunca --desde el ayuntamiento, la Generalitat o el ministerio de cultura-- se ha puesto en su sitio a los miembros más montaraces del patronato de la Sagrada Familia, que se han creído embarcados en una misión divina que justificaba todas sus decisiones y exigencias. Conscientes del atractivo turístico de la obra de Gaudí (y del dinerito que recauda la ciudad), estos señores se han ido envalentonando cada vez más, hasta llegar al punto de considerar a los vecinos del templo como simples figurantes.
No sé que hará el ayuntamiento con su última ocurrencia, pero aquí no hay lugar para un desahucio a las bravas. A quien posea un apartamento en la manzana condenada a la demolición, deberá ofrecérsele un lugar mejor que el que tiene, cuya compra correrá a cargo del ayuntamiento. O sea, que la operación se va a poner en un pico de dinero público. ¿Queremos pagar esa previsible fortuna los barceloneses para dejar espacio a la súper escalinata de la Sagrada Familia? De momento, no me consta que ese tema esté incluido en el multireferéndum que Ada Colau lleva tiempo prometiéndonos.