Lo diremos a la manera taurina para que los devotos del arte de Belmonte (Juan) lo entiendan sin dudar y a la primera: lo de ayer en la plaza de Colón fue un bajonazo. Léase: la estocada fatal que un torero le da al toro en los pulmones. Una suerte fatídica conocida en el argot de la lidia como golletazo. Para llegar a esta conclusión no importa en exceso la guerra de cifras cruzadas en la que andan sumidos desde ayer los convocantes y el Gobierno, ni tampoco influyen las interpretaciones --tan cínicas como de costumbre-- de los evangelistas del independentismo, esos guiñoles sublimes. Cualquiera puede llegar al mismo juicio si prescinde del señuelo de los criterios numéricos: lo que se quería forzar, desde las calles, era la capitulación del Gobierno "felón" por su "traición a la Nación" (Triple rima). Y esa rendición ya se había producido, por whatsapp, antes de la coyunda patriótica.
No cabía pues sino esperar que a la convocatoria acudieran los activistas de PP, Ciudadanos y Vox y mucha gente bienintencionada que ama --a su manera-- su país. No es que decenas de miles de personas sean precisamente pocas, pero lo que sí podemos convenir es que son insuficientes para esta guerra que es, sobre todo, partidista e institucional. Las derechas salen a la calle por España, pero les importan cero los grandes problemas sociales; las izquierdas lo hacen por “el diálogo”, pero no ven problema alguno en entregarle un tercio de la caja común a los supremacistas. Y la inmensa España intermedia ve el espectáculo con un hastío infinito.
Sánchez puede respirar tranquilo: no caerá por el clamor popular, sino por la ausencia de presupuestos. O lo que es lo mismo: por carecer de mayoría parlamentaria, que es el mismo factor (pero a la inversa) que en su día le permitió llegar a la Moncloa. En realidad, el presidente del Gobierno es el epítome perfecto de nuestra partitocracia: alguien que alcanza el poder por una carambola del destino, sin que nunca le hayan votado directamente los ciudadanos. No se entiende por qué cae tan mal a los patriarcas de la Santa Transición: es la destilación más aproximada a lo que podríamos considerar como un aventurero de fortuna sin excesivos escrúpulos.
Mientras se solventa su encrucijada --que consiste en sustituir una mentira por otra-- y negociar la autodeterminación con quienes ni siquiera ejercen ya su propia autonomía, la cita de Colón, melancólica, nos ofrece una imagen inquietante de la España nacionalista que creíamos haber sustituido por la España razonable. La instantánea abre hoy todos los diarios: los líderes de PP, Vox y Cs posando por primera vez juntos, pero manteniendo las distancias. La figuración, tras el 2D de Andalucía, del tripartito que amenaza la unión de intereses entre PSOE, Unidos Podemos y los nacionalistas.
Los tres líderes de las derechas aparecen en la foto, cual caudillos del XIX, mirando al horizonte con gesto trascendente y el cuello, ese termómetro del alma, en tensión. Detrás de ellos emergen las piezas de hormigón del monumento al Descubrimiento de América de Vaquero Turcios, que representan en tres tiempos --Las profecías, La génesis y El Descubrimiento-- los momentos capitales de la gesta colombina, como si la historia respondiera a una linealidad imposible.
Todo remite al tres en esta plaza simbólica: la tríada de Colón, los tres representantes de la reacción y, en un extremo, horadada en la piedra, la reseña de las capitulaciones de Santa Fe, donde Colón recibe los títulos de almirante, virrey y gobernador de la América todavía no descubierta, además de un diezmo de todas las mercancías potenciales de la Terra Incógnita.
La analogía es extraordinaria: los capitanes de las derechas se disputan ahora, igual que el marino genovés, el título de don; no está claro cuál será el almirante, el virrey y el gobernador; y todos ambicionan su correspondiente diezmo. La única diferencia entre lo de ayer y Santa Fe es que lo que creen haber descubierto los soldados del tripartito --que España existe-- se sabe hace siglos. Y ayer no estuvo ni mucho menos entera en la plaza de Colón, sino viviendo un fin de semana ordinario, lejos de la infamia de unos y de la sobreactuación de otros.