La literatura es un oficio que se practica en soledad y cuyo fruto --los libros-- es resultado del esfuerzo individual. Nada hay pues más ajeno a la verdadera creación literaria que una vulgar asociación de escritores, esas organizaciones colegiales que otorgan carnets para sancionar una identidad que únicamente depende de uno mismo. De sus agallas. De su paciencia. De su talento.
Esta creencia hace que veamos con cierta distancia irónica la polémica provocada por el PEN Internacional, asociación que agrupa a 25.000 socios que se dicen escritores, tras haber publicado oficialmente un comunicado –A Troubling Trend: Free Expression Under Fire in Catalonia– en favor de los presos independentistas en el que, por mediación de su división catalana, asume --sin atragantarse-- toda la propaganda del nacionalismo patriótico y, a través de sus altavoces internacionales, hace un alegato prístino sobre la libertad de expresión, justo antes de exigir a las autoridades españolas que dejen de cumplir sus propias leyes y se abstengan de juzgar a los reclusos de Lledoners, presentados como intelectuales amenazados por la bota del (léase con tono enfático) autoritarismo gubernamental.
Los sindicatos, es sabido, no son organizaciones literarias, sino proyectos políticos o económicos. O ambas cosas a la vez. No digamos ya los elitistas clubs londinenses, que es la tradición que inspira al PEN. Su aportación a la verdadera cultura es materia cuestionable. Lo que es indudable es que profesan un gran amor por vanidad subvencionada. Igual que determinados políticos nacionalistas. Hasta el punto de caer en el ridículo que supone ser instrumentalizados en una lucha que nada tiene que ver con la libertad intelectual y sí con quienes creen tener el derecho de administrar --en su provecho-- el patrimonio sentimental de una sociedad donde las opiniones son diversas y, en este punto, antagónicas.
Desde el punto de vista de la propaganda, la manipulación del PEN ha sido un éxito (pasajero) del soberanismo. Sobre todo por haber provocado la repulsa de Vargas Llosa, último Nobel en castellano, muy comprometido con la causa constitucional en Cataluña. Más complicado se antoja que su pronunciamiento urbi et orbe vaya a tener efectos más allá de un terapéutico placebo en las correspondientes barras bravas. Nadie va a cambiar de opinión porque una organización de escritores diga medias verdades, aunque a algunos sí les permitirá alimentar durante algunas semanas su fábula particular. Ya saben: "No estamos solos. El mundo nos escucha y nos comprende".
Es una forma algo insólita de ahorrarse ir al psicólogo, aunque tampoco podamos descartar que la proclama del PEN no sea espontánea ni gratuita, sino devotamente inducida. Por ejemplo, mediante algún óbolo de dinero público. Liberalismo, lo llaman. Todo forma parte del mismo teatro: el victimismo infantil con el que el independentismo se cura las heridas de su fracaso.
Porque la verdad del cuento catalán es que el pulso al Estado, cuyo juicio comenzará en febrero, no lo ganaron los soberanistas, sino la democracia española, que ya sabemos que es imperfecta pero (todavía) nos resulta preferible a aquella República que anunciaban las leyes de desconexión que se aprobaron en un Parlament cuya actividad no parece interesar demasiado a los defensores de la causa soberanista.
La lacrimosa amarilla intenta ocultar una evidencia bastante incómoda: los independentistas calibraron mal su cruzada. Menospreciaron al Estado, que no es lo mismo que España; no consiguieron el apoyo de la UE y confiaron en que la República se ganaría con banderitas, pan y circo. Ninguna de sus previsiones políticas se ha cumplido. Ni van a cumplirse porque llamen exiliados a lo que son fugados o denominen represión a lo que es una orden de prisión preventiva.
Si sus héroes están en la cárcel no es por su ideas, ni por lo irrelevante de los evangelios que hayan podido escribir. Están en la cárcel sencillamente por sus actos. Comparar a los Jordis con los escritores y periodistas presos en otros lugares del mundo no es únicamente una exageración. Es un error narrativo (de libro) que hace que su relato pierda cualquier posible verosimilitud y se convierta en una absoluta engañifa. En pura literatura fake.