Una de las imágenes que forman parte de los recuerdos de mi infancia es la del porteador. En el cómic y el cine de aquellos años, abundaba la figura del joven negro, vestido tribalmente, que acarreaba sobre sus espaldas el enorme equipaje de un hombre blanco que, con atuendo impoluto y el correspondiente salakof, se adentraba por la amenazante jungla africana.
No he recordado esta imagen releyendo un TBO o viendo viejas películas de Tarzán en Youtube. Ha sido conduciendo por una empinada calle de Barcelona, mientras adelantaba a un joven y esforzado repartidor a domicilio. La pendiente y el desplazarse en bicicleta le obligaba a pedalear con energía, mientras cargaba sobre sus espaldas con una enorme caja, si bien parecía liviana de peso, útil para dar a conocer el logo bien visible de Glovo, aunque bien podría ser cualquier otra compañía similar, como Deliveroo. Supongo que, dada la hora, llevaba la cena a una familia que había optado por la comodidad de no salir de casa.
Me recuerda al porteador por la estética de un joven con un fardo enorme a sus espaldas; por el esfuerzo propio de desplazarse en bicicleta por una calle en cuesta; por su disposición para servir al cliente, en este caso un ciudadano con pantuflas, a menudo desaliñado y sin aquella elegancia británica del explorador; por su inevitable sonrisa al entregar amablemente el pedido, pues la satisfacción del cliente es fundamental y es de suponer que dispondrá de medios tecnológicos para valorarla; y por unas condiciones laborales bastante tristes, a tenor de los conflictos que van emergiendo.
Sin duda, mis comentarios suenan a crítica. Y así es. Pero soy consciente de que, a su vez, existe otra lectura muy distinta y que no desconozco. La que considera que estas compañías pueden alcanzar valores de mercado de cientos de millones de euros. Y cuando llegan a los mil, pasan a formar parte del grupo de los unicornios (ese ser mitológico símbolo del coraje y la fortaleza) tal como se les denomina en la comunidad global; sirven comida a domicilio, incluso de restaurantes reconocidos, con la comodidad que ello comporta para el usuario; contribuyen a reducir costes dada su capacidad para negociar con restaurantes y repartidores; dan cobijo laboral a jóvenes que no tienen otra alternativa mejor en la vida; al repartir en bicicleta no contaminan y mejoran la calidad del aire que respiramos todos los ciudadanos; y demuestran que en nuestro país emerge talento y vocación emprendedora. Antes de ellos, la nuestra era una sociedad apática y atrasada. Por ello, desde las business schools les reconocen su mérito, y si de una de ellas llegara a emerger un unicornio sería el mayor de los orgullos.
Probablemente mi percepción crítica, responde a limitaciones propias de la edad. El mío es un mundo que se forjó a partir de una manera distinta de entender el capitalismo. El de hoy es otra cosa: talento, innovación, creación de valor, disrupción... En definitiva, un mundo mejor y que va claramente a aún mejor. Que se lo pregunten a los repartidores, y a los millones de ciudadanos que viven como ellos.