Hace unos años me vi obligado, por motivos que les ahorro, a pasar tres días en Benidorm que me parecieron tres años. Nada más instalarme en mi habitación del hotel Bali --el más alto de España, dicen-- y salir al balcón a ver el panorama, me deprimí de inmediato. Lo mismo les ocurrió a quienes me acompañaban: nunca olvidaré sus caras de horror en el pasillo, con la llave en la mano. Por la noche nos animamos un poco gracias a la oferta de entretenimiento cutre para británicos beodos, que consistía, básicamente, en grupos de homenaje a grupos de los que nadie había oído hablar más allá del condado de Essex, siniestros imitadores de Benny Hill a los que no querrían ni en Blackpool, una señora desnuda que se sacaba cuchillas del níspero y un imitador de Elvis que, todo hay que decirlo, hacía una versión bastante digna de Suspicious minds. Aunque todos veníamos preparados para un choque sensorial, nadie había previsto la posibilidad de deprimirnos. En general, conseguimos controlar la situación con la ayuda del humor --y del alcohol--, pero abandonamos aquel lugar con la firme promesa de no regresar jamás.
He recordado aquella triste expedición al leer en la prensa que el Tribunal Supremo ha ordenado al gobierno valenciano que eche abajo dos rascacielos muy altos por no cumplir la ley de costas. Y lo primero que me ha venido a la cabeza es el críptico refrán A buenas horas mangas verdes. Y es que, si esos dos rascacielos estuviesen en mitad de Venecia o al lado de la Alhambra entendería la orden de fulminarlos, pero en Benidorm, ¿qué importancia tiene un par de atrocidades más? A los que les gusta Benidorm, les gusta tal cómo es: los rascacielos frente al mar, la playa abarrotada en que tumbarte con la nariz enganchada a los pinreles del de la toalla de atrás, la orilla llena de gente que disfruta con el contacto social y la cháchara de patio de vecinos. En ese entorno, los rascacielos a demoler encajaban a la perfección, aunque se saltasen la ley de costas, que no debería aplicarse en sitios como Benidorm. ¿O es que ahora nos vamos a poner exquisitos e intentar introducir algo de racionalidad en el paisaje urbano de la zona?
Benidorm es como un espectáculo. Si te gusta, vas a verlo cada año. Si no, te buscas playas vacías y aguas cristalinas, si es que quedan y se ajustan a tu presupuesto. Pero al forofo de Benidorm hay que dejarlo en su sitio: al contingente español, en primera línea de mar; al británico, en segunda línea, chupando cervezas desde las once de la mañana, viviendo mentalmente en un Manchester soleado con el alcohol mucho más barato que en el auténtico: una pinta de Heineken sale más barata en un bar que en el supermercado, no me pregunten cómo. Por no hablar del papeo: encontrar un restaurante con un menú que cueste más de diez euros es una tarea casi imposible. Benidorm no es un sitio para estetas y señoritos: Belén Esteban, nuestra princesa del pueblo, sigue acudiendo cada año, aunque se pueda permitir alquilar la mansión del difunto Gunther Sachs en Saint Tropez; porque lo lleva haciendo desde pequeña, desde que, según propia confesión, la familia entera, apretujada en el coche de papá, tragaba carretera mientras sonaban las casetes de Los Chichos.
Benidorm también tiene defensores cultos. A Javier Mariscal le gusta mucho, tal vez porque se parece a sus dibujos. Óscar Tusquets lo considera un ejemplo admirable de crecimiento vertical. Los pusilánimes depresivos ya nos buscaremos la vida, pero no hace falta que nos derriben rascacielos que tal vez les encantan a los inquilinos habituales del lugar. Como dicen los anglosajones, “¿Para qué arreglarlo si no está roto?”. Lo que para unos es un horror, para otros puede ser un paraíso. Mucho paternalismo y muchas ganas de hacerse el progre es lo que hay…