El debate sobre la forma de Estado --¿monarquía o república?-- infantiliza la vida política. Lo reduce todo a un formalismo, que se aparta de lo realmente urgente: la calidad democrática de nuestro esquema constitucional, la eficiencia de nuestras instituciones y la altura moral de nuestros líderes, hoy desgastados por una misantropía tan intensa como su anhelo frustrado de ser entendidos. El Parlament lanza un dictatum (otro más) contra Felipe VI y el consistorio de Barcelona de Ada Colau dirige una proclama en contra de la monarquía. Y a muchos de nosotros, a muchísimos, ambos gestos nos oprobian. ¿Es que nadie será capaz de hacer política, de ocuparse del espacio público, hoy abandonado? No hacer política para el otro, para el disidente (yo mismo, sin ir más lejos), significa convertirlo en objetivo, condenarlo a marchitarse sin conocimiento del futuro, “abandonarlo entre la esperanza y la incertidumbre del mañana”, escribió Primo Levi en Si esto es un hombre (Ed. El Aleph), primera entrega de la archiconocida Trilogía de Auschwitz. No estamos ante ningún exterminio, pero el principio de aquel fantasma nazi que heló a Europa recorre hoy el continente bajo el ropaje del nacional populismo, que tiene en Cataluña una de sus mejores trincheras.
Las concomitancias entre nuestros, Puigdemont, Torra, Mas, Junqueras o Maragall, y los líderes antieuropeos de Austria, Italia, República checa o Hungría solo son el origen de una convergencia, que irá a más. Nuestros soberanistas están marcados por una curiosa ineptitud vital; son el fruto de la infertilidad que viaja en su rimbombante hoja de ruta. Su estrategia patria es un sustituto de la totalidad; proclaman urgencias de avefría en busca de un nido. Y, a falta de apoyos en la Europa civilizada, han decidido pertenecer al círculo íntimo del primer ministro de Israel, el despiadado Netanyahu. Los ideólogos del procés buscan un espejo en la estadolatría de Jerusalén, el Irgún autoritario que castiga con misiles a la población civil de la Franja de Gaza, aunque solo sea para recordar a sus gentes el origen Filisteo de la zona; una ofensiva inspirada en el sesgo balcánico de la limpieza étnica.
Bajo el peso de la vanguardia indepe, los ciudadanos somos el caldo (el sujeto pasivo) del primer paso para la destrucción de la Unión Europea (UE). La avanzadilla separatista busca héroes en nosotros; necesita escudos humanos para liberar sus falsas cadenas. Su avanzadilla elabora ideales, elementos míticos para ocultarse a sí misma el magro contenido de su lucha. Los indepes han de mantener, sea como sea, su pasión a la altura de la gran tragedia histórica que tratan de escribir. Por eso no les creo cuando dicen que rechazan la violencia. La necesitan, como el pan que se comen, para justificar el martirio que impone su causa.
El poder político de las sociedades modernas condensa una relación de fuerzas y es cambiante por naturaleza. Aprendimos de Jacques Lacan que “amamos la carencia del otro” (Escritos; Siglo XXI Editores); aparentemente, amamos al poder porque es dinámico, se reproduce constantemente, se desplaza y lleva sobre su espalda el caparazón del Estado, como la concha de un caracol. Pero en realidad, es su protección coriácea lo que amamos. Su forma, monarquía o república, no nos importa, es lo de menos. Lo que valen son sus aparatos --la escuela, la judicatura, los cuerpos uniformados, la Iglesia o la misma familia-- por los que circula la cultura entendida como choque de ideologías. España se define bajo los parámetros de su Estado y adopta su subsidiariedad a partir de las soberanías compartidas en el seno de la UE (euro, Parlamento de Estrasburgo, Tribunal de Luxemburgo, defensa bajo el Pacto Atlántico, Shengen, etc). Al intentar recuperar estos elementos comunes ya cedidos, los nacionalismos del Este (Visegrado) y del Oeste (la Italia lombarda de Salvini y la Cataluña soberanista) atentan contra el enorme salto civilizatorio desde Maastricht, en 1992 hasta el Tratado de Lisboa, en 2007. El temor del ex presidente francés, François Mitterrand, ante este fenómeno disgregador, le llevo a su archiconocido grito: “el nacionalismo es la guerra”.
El caso español presenta situaciones comparables. Aquí, el salto civilizatorio tuvo lugar en la Constitución de 1978, orfebre del modelo federal español: el Estado de las autonomías. El independentismo catalán ataca este modelo en construcción e interrumpe su futuro. Al reclamar la independencia bajo la forma de Estado republicano se conecta con la tradición de un sector de la izquierda, básicamente, Unidos Podemos y sus círculos, como los comuns. El modelo de la Transición ha estado fuera de peligro, mientras el PSOE curó su republicanismo en el Estado de derecho y el PP lo hizo de soi, después de soportar el sarampión de Aznar, que ensalzó las bondades republicanas, quiso enterrar a Azaña en el Valle de los Caídos, junto a Franco, y glosó la memoria de su abuelo Manuel Aznar Zubugaray, entregado al bando nacional y escribano de Burgos (gobierno provisional en la segunda mitad de la guerra civil), junto a catalanes ilustres como Josep Pla o Eugeni d’Ors.
La política se ha bandolerizado y, si aparece un candidato ex novo, algunos se ponen de perfil, mal que sea el ex premier de Francia, Manuel Valls, un barcelonés de indiscutible valía; un reformista alejado del debate dualista, república-monarquía. El republicanismo español actual une el eje nacional de los indepes con el eje social de la izquierda radical. Su fuerza destructiva se balancea con sarcasmo sobre la partitocracia, como un naipe del Tarot. Aunque sea imperceptible, el mal se abre paso: la República es la guerra.