Joaquín Rodríguez Ortega, conocido como Cagancho, fue un matador de toros, gitano por más señas y coetáneo de Belmonte y El Gallo, cuyas genialidades en el arte de Cuchares le generaron más de un problema. El más conocido y serio lo sufrió en Almagro, localidad manchega de Ciudad Real, en donde protagonizó una descabellada faena en agosto de 1927 del siglo pasado que generó un levantamiento popular –ríanse del 1 de octubre en Barcelona– que obligó al Ejército y la Guardia Civil a emplearse a fondo para que las turbas enfervorizadas se calmasen, algo que no consiguieron ni en una hora, ni en un día.
Desde entonces, la expresión popular “como Cagancho en Almagro” es sinónimo de hacer las cosas rematadamente mal y, además, en público. Con esta referencia taurino-profesional y todo el respeto que merecen los jueces en su abnegada labor, cabe afirmar que los magistrados del Tribunal Supremo (TS) que han intervenido en el reciente fallo contra las supuestas prácticas hipotecarias abusivas ejercitadas por los bancos españoles, en respuesta a un recurso de casación, que supone un cambio de criterio respecto a la jurisprudencia anterior del TS de marzo de este mismo año, pueden muy bien entrar en la antología del disparate y formar cuadrilla con Cagancho.
La correspondiente Sala del TS, al parecer sin el conocimiento del presidente de la misma, no solo dictaminó, sino que hizo pública, una sentencia según la cual eran las entidades bancarias y no los clientes quienes debían pagar el impuesto de Actos Jurídicos Documentados de las hipotecas.
El sainete se cierra, momentáneamente, con la decisión del propio TS de paralizar todos los recursos que tenía pendientes sobre los impuestos hipotecarios decidiendo que sea el pleno de la sala de lo contencioso-administrativo quien sentencie sobre el caso "a fin de decidir si dicho giro jurisprudencial debe ser o no confirmado".
“Se veía de venir”, diría un cheli, aunque sería injusto imputar exclusivamente toda la responsabilidad de lo ocurrido a sus señorías que, dicho sea de paso, han puesto en jaque a un maltratado sistema financiero español.
Y “se veía de venir”, porque el mercado inmobiliario ha sido siempre un mundo por el que jueces y magistrados sienten una especial debilidad, y de ello dan cuenta los titulares de los periódicos que recientemente han anunciado que Los jueces anulan la mayoría de las comisiones de apertura de hipotecas o que Un juez de Igualada obliga al BBVA a devolver el impuesto que pagó un cliente por una hipoteca con cláusula abusiva, en una sentencia en la que se desmarca de lo establecido por el Tribunal Supremo, o que Un juez fue el que llevó la Ley Hipotecaria española ante el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE), o que Un juez anula seis cláusulas de una hipoteca por ser incomprensibles para los clientes por no extendernos aun más y recordar que el Tribunal de Luxemburgo determinó conceder, no hace mucho, más poderes a los jueces para frenar los desahucios abusivos por cláusulas en las hipotecas.
Pero sobre todo “se veía de venir” porque España es y ha sido urgida –e incluso amenazada– por la Unión Europea para que trasponga una directiva europea y apruebe una nueva Ley Hipotecaria que instaure un marco regulatorio claro y concreto, que no de pie a interpretaciones como la que ha llevado al TS de contradecirse y a poner al borde de un ataque de nervios a la banca española y a unos inversores que cada vez creen menos en España. El plazo dado por la Comisión Europea vencía el 21 de marzo de 2016, pero nuestros parlamentarios se toman su tiempo.
Mientras tanto, la nueva Ley Hipotecaria, cuyo anteproyecto fue elaborado por el PP, sigue su curso parlamentario tratando de sortear obstáculos e intereses creados, cuyo análisis de los mismos resultaría demasiado prosaico para abordarlos aquí y ahora.