Uno de los efectos del procés ha sido la relativización de la ley, sea cual sea. Parece que ya no es necesario obedecerla, podemos reinterpretarla cómo queramos, y sino la cambiamos, aunque sea sin respetar los procesos y las mayorías que requiere su reforma. Y si todo ello no es posible, simplemente la desobedecemos, pero eso sí, todo con mucha “astucia”, no sea que nos imputen algún delito. Todo este planteamiento alcanza su máxima expresión en el grito, que hemos podido escuchar de manera reiterada en la calle: “El pueblo manda, el gobierno obedece”. Ya no nos hacen faltan leyes, simplemente nos basta escuchar lo que ordena el pueblo, convertido en poder ejecutivo, legislativo, y quizás también judicial --poco queda para que pidan tribunales populares--, pero claro, solo es válido lo que diga “su” pueblo, los demás quedamos inmediatamente apartados de esa voluntad del pueblo, aunque sea la mayoritaria. No somos “su” pueblo, y no contamos. En definitiva, Montesquieu y su separación de poderes han muerto en Cataluña, solo el pueblo manda.
En el mismo sentido, la relativización de la ley y la exclusión del adversario político, se plasma de manera palmaria en otra de las frases que escuchamos estos días en nuestras calles, y que a mí me genera especial estupor, “las calles serán siempre nuestras”. Sorprende que personas que se autodefinen como demócratas y tolerantes griten, hasta desgañitarse, que las calles son solo suyas, excluyendo a una buena parte de la población que piensa diferente, simplemente da miedo. En definitiva, se pone de manifiesto un desprecio extraordinario al vecino, al conciudadano, al que no piensa igual, excluyéndolo incluso de la calle. Así ha ocurrido estos últimos días en alguna manifestación legal, que ha debido modificar y alterar su derecho a manifestarse, simplemente porque algunos consideraban que esa reivindicación no era de su agrado. Pero claro, como el pueblo manda y el gobierno obedece, y las calles son “suyas”, decidieron que el derecho a la manifestación era también solo suyo.
Otro de los ejemplos de relativización de la ley --quizás el más grave por razón de dónde se produce--, es lo ocurrido con la suspensión de funciones acordada por el juez Llarena, por mandato del artículo 384 bis la Lecrim --por cierto, artículo aprobado en el Congreso por CiU y defendido con ardor desde la tribuna por su diputado el señor Cuatrecasas (véase diario de sesiones de 17 de marzo de 1988)--. El reglamento del parlamento es muy claro en su artículo 95, la delegación de voto únicamente es posible en supuestos de baja por maternidad (art 95.1) o por hospitalización, por enfermedad grave o incapacidad prolongada debidamente acreditadas (art. 95.2). No hay más, ya podemos buscar o reinterpretar lo que queramos, que la suspensión de funciones no está entre las causas de delegación de voto. Pero claro, lo que establezca el reglamento es relativo, como no cumple con sus expectativas, y habían dicho públicamente que no suspenderían a los diputados --por mucho que un juez del Supremo lo ordenara--, van y relativizan la aplicación del reglamento. Ya decía Puigdemont, y lo confirmaban sus diputados y seguidores varios, para justificar la relativización del reglamento, que el Parlamento es soberano, lo cual es absolutamente falso, la soberanía reside en el pueblo, no en el parlamento. Pero todo les da igual, relativizo la Constitución y los principios del Derecho Constitucional simplemente para justificarme. A partir de ese momento empiezan las conocidas “astucias”. Primero, cierro el Parlamento, y me tomo un tiempo --que por lo visto no ha sido suficiente-- para buscar la solución astuta. Y esa solución astuta es una propuesta de resolución con dos apartados, el primero propone suspender a los diputados --pero votando no al mismo--, y un segundo apartado acordando la sustitución, a todas luces ilegal, y votando a éste afirmativamente. De esta manera, contenta a la calle --la suya-- que ellos mismos han enaltecido, diciendo gallardamente que han desobedecido al juez Llarena, pero de facto acuerdan la sustitución. Por cierto, mucha desobediencia, pero desde que llegó la notificación del Tribunal Supremo, los diputados suspendidos no cobran. Y, así las cosas, aparecen unos señores expertos en leyes --los letrados del Parlamento-- y dicen que tal como lo plantean no puede ser, que es ilegal y la solución es la misma que antes del verano: suspender el pleno. Por muchas veces que suspendan el pleno, o cambian el reglamento --lo que requiere un tiempo y una mayoría-- o no hay posibilidad de delegación, lo otro es relativizar la ley según sus intereses; y tal vez, llegará un momento en el que los ciudadanos también querrán relativizar la ley, según sus intereses y reinterpretarla a su gusto.
Y precisamente ese es el problema, si nuestra clase dirigente, que cuando toma posesión de su cargo jura o promete el acatamiento al ordenamiento jurídico, luego lo primero que hace es relativizar su aplicación, según sus intereses, pone en peligro el Estado de Derecho y la democracia. Los procesos legalmente establecidos --y eso lo sabemos muy bien los abogados-- son garantías de los ciudadanos, y en el ámbito político son garantía de las minorías y de la democracia. Romper nuestro sistema de garantías en el ámbito político lleva como resultado lo que ocurrió hace un año en el Parlament de Cataluña los días 6 y 7 septiembre, un verdadero atentado a la democracia. Pero de esto, a relativizar la ley en el ámbito de las garantías de los ciudadanos, hay un paso. Paso que ya se ha dado en ciertas investigaciones y seguimientos sin mandato judicial, por parte de la policía de la Generalitat a sus adversarios políticos. Estos son los graves efectos de relativizar la ley. Por suerte tenemos un poder judicial que no entiende de relativizaciones y que aplica la ley, interpretándola según el derecho y la jurisprudencia, y no en base a intereses políticos o individuales.