¿Hay alguien ahí? ¿Hay rastros de vida inteligente? Nada. La paradoja de Fermi, manejada por los astrofísicos, expresa la contradicción entre la existencia de vida en otros puntos del universo, y la negación de su evidencia. Esto mismo le ocurre a la Cataluña de los indepes: conceden que hay otras civilizaciones tan avanzadas como su República, pero contemplan con inquietud el silencio de tales naciones, que además deberían apoyarles y no solo no lo hacen, sino que los obvian o los ignoran. Los soberanistas están solos; no les sostienen los paralelismos de Quebec, Escocia, Montenegro o Bosnia, ni pueden medirse con la Euskadi actual de Urkullu, el país articulado en la España federal, que muestra con orgullo sus reformas institucionales y sus parques tecnológicos de la cornisa cantábrica. ¿Saben por qué los indepes no se comparan con otros territorios? No quieren chascos. Me pregunto si conocen el temporal que azota a campo abierto.
No hace falta decir que la singularidad de Cataluña es el principal argumento de sus acólitos, una característica lamentable de los pueblos dotados de orígenes mágicos. Estos dicen con alegría, “soy, luego existo”, y lo de pensar se lo pasan por el forro. Pero he aquí que, frente al soberanismo sacro, hay una España menor que le declara la guerra. Son las huestes de Vox, el trumpismo castizo, que concentró el pasado fin de semana en el pabellón Vistalegre, un segmento del país todavía no percibido en las urnas a pesar de que, según el CIS, les votará medio millón de españoles. Sus líderes hablan claro y torpe: “los españoles, primero”, versión ramplona del America first. Es decir, la España metafísica enseña músculo, dispuesta a pelear con la Cataluña milenaria. La nación de Pelayo renace frente al mito catalán basado en personajes históricos, como Bernat Tallaferro, rescatado en Canigó, el poema épico de Verdaguer, aquel arcipreste simbolista, racial y sacademonios, que practicaba exorcismos en el Palau Moja de los Comillas.
Nunca es tarde para que dos sombras del pasado, el facherío ibérico y el supremacismo catalán, se peleen lejos de casa. Que jueguen a ser la caballería ligera austrohúngara aniquilando a los jenízaros otomanos. Que se peleen, pero lejos de aquí y a los demás que nos dejen tranquilos. Resulta inimaginable que Pablo Casado no se distancie del grupúsculo de Santiago Abascal y caiga en el lamento de Aznar por la “ruptura del centro derecha”, PP, Cs y Vox, una herencia que “yo les legué unida, bajo las siglas de un solo partido”, dice el expresidente. Pero, atención, el PP actual no tontea; solo trata de desinflar a Vox, antes de metabolizarlo en su voto sociológico, como hizo Aznar con la extrema derecha en su momento. Casi tres de cada cuatro personas que se colocan a la derecha del hard boiled conservador aseguran que votarían al PP, si se celebrasen elecciones ahora, frente al 10,3% que apostaría por Vox, dice el mismo CIS. Aún así, meter a Vox --la “España inferior que ora y bosteza / vieja y tahúr, zaragatera y triste…”-- en el centro derecha es bastante sacrílego. Pero no olvidemos que aquí, en Cataluña, la CUP y parte de los Comunes --qué extravío, señores-- hacen piña a menudo con los políticos de la exConvergència, creada por los amigos de Pujol y descarrilada por Artur Mas, en su memo viaje a Ítaca.
En Europa, al presidente austríaco le funcionó la estrategia de derechizarse para atraer electorado del radical FPO, una formación ultra fundada por nazis y marcada por su alianza transnacional con la Rusia Unida, el partido de Putin. En Hungría, Orbán ha conseguido desplazar todo el mapa político y, desde su poltrona, lanza mensajes xenófobos a la débil Comisión Europea de Jean-Claude Juncker, hoy transformada en última trinchera. En Francia, el miedo a Le Pen ha puesto de nuevo en marcha a la corriente republicana, que todavía es de Sarkozy. Aquí, el PP sigue siendo el voto útil de su extremo, gracias a la llegada de Pablo Casado, que ha traído consigo un discurso más escorado, enfatizando la familia tradicional o la moralina frente al aborto. El líder del PP trata de acercarse al “mañana estomagante escrito/ en la tarde pragmática y dulzona,” de las clases medias. Pero atención, si Pablo Casado disputa el voto a Vox, en el PP puede ocurrir dos cosas: o atraerá ese electorado al PP o, “al revés, “le traspasará mayor audiencia y legitimidad a su discurso”, explica el agudo historiador Xavier Casals. Qué diremos entonces, si Vox avanza gracias al populismo motriz de los partidos incómodos, como la Liga Norte, el M5S o el mismo Boris Johnson, el tory conservador por antonomasia que pone al Reino Unido de Theresa May a caer de un burro. No es hora de celebrar aniversarios, como lo hacía Churchill cada año, en su casa de campo, el día de la batalla de Blenheim.
De momento, la retórica amistad Casado-Abascal amaga el deseo fagocitador del primero. Y afortunadamente, Albert Rivera trata a Vox con la displicencia merecida por los Voxes, atrabiliarios defensores de esa España que “engendrará un mañana / vacío y ¡por ventura! pasajero, / la sombra de un lechuzo tarambana, / de un sayón con hechuras de bolero…”. Contando con que otro sayón, igual de feroz, lleva una camiseta estelada para mostrar la misma intransigencia que los flechas ondeando aguiluchos preconstitucionales.
En el reverso simétrico, el Podemos de Pablo Iglesias le discute a Sánchez la letra pequeña de los presupuestos expansivos y sociales. El líder violeta ocupa el otro lado del paraíso, el del populismo facilón de la izquierda postmarxista, tan poco echada en falta en un día, como hoy, en el que Estocolmo le da el Nobel a Paul Romer, un liberal comprometido con la economía del conocimiento. La demanda agregada no puede exigirle más al gasto público de un país que no ha hecho los deberes, exigidos por el FMI (un deber que no es atribuible al ex ministro de Economía, Luis de Guindos). Y, en términos estrictamente ideológicos, los valedores del Welfare tampoco pueden empuñar “el cincel y la maza de la España implacable y redentora”. No estamos ni en la rabia ni en la idea.