A finales de 2011, el PP ganó las elecciones generales e instauró un modelo macroeconómico basado en el impulso de las exportaciones (demanda externa) como motor del PIB y en la reducción del déficit público. En una coyuntura económica crítica, constituyó una buena decisión, pues era el único viable.
No obstante, supuso una doble novedad: por su contenido y debido a la inexistencia de alguno durante los últimos años de Zapatero. Desde la llegada de la democracia, los modelos de crecimiento económico estuvieron prácticamente siempre sustentados en la demanda interna. En concreto, en la mayoría de las ocasiones, en el consumo privado y, según la época, en el gasto público y/o la inversión en construcción.
Unas características que permitían a la inmensa mayoría de los ciudadanos progresar económicamente y gozar de un mayor bienestar. Tenían acceso a más bienes y servicios y de una superior calidad, podían adquirir una vivienda mejor y disfrutaban de mayores prestaciones sanitarias, educativas y asistenciales. Debido a ello, casi nadie dudaba de que vivía mejor que sus padres y de que sus hijos disfrutarían de un mejor nivel de vida que ellos.
Durante décadas, los sucesivos gobiernos dieron prioridad a la microeconomía en lugar de la macroeconomía. En otras palabras, al bienestar de la mayoría de familias y empresas que a los grandes números de la economía española. Todo lo contrario de lo que hizo Rajoy, fatalmente aconsejado por De Guindos y Montoro.
En el ejercicio de 2015, debido principalmente a una fantástica coyuntura internacional, el país entró en una fase expansiva. El PIB creció al 3,4% y la perspectiva era que lo haría a niveles similares durante los siguientes años. Aunque el déficit público aún era elevado, constituía el momento adecuado para abandonar una “economía de guerra”. En concreto, para incentivar la subida de salarios, volver a aumentar las pensiones a un ritmo equivalente a la subida de la inflación y mejorar, aunque solo fuera un poco cada año, las principales prestaciones públicas.
Sin embargo, el Gobierno optó por la ideología y el electoralismo en lugar de por el pragmatismo y procedió a bajar los impuestos a familias y empresas. Una disminución que benefició principalmente a las compañías que ya ganaban mucho dinero y a los ciudadanos que vivían bien. En cambio, casi ni la notaron quienes continuaban pasándolas canutas.
Tres años después, el resultado es obvio: muchos asalariados, pensionistas e incluso propietarios de pequeñas y medianas empresas están descontentos con su situación económica. No han percibido de manera significativa la recuperación macroeconómica del país. Un problema que les hace pensar que nunca más volverán a disfrutar del nivel económico y de bienestar del que gozaron en 2007. Además, les lleva a pronosticar un terrible futuro para sus hijos, pues están convencidos de que vivirán peor de lo que ellos lo han hecho.
La decepción de los asalariados viene por tres principales vías: las escasas o nulas subidas salariales, la minúscula recuperación de las prestaciones no monetarias y la pérdida de calidad de la educación y sanidad pública debido a la falta de fondos.
Entre 2015 y 2017, un trienio de expansión económica, la remuneración media de los asalariados prácticamente se estancó, un aspecto que les condujo a perder un 2,33% de poder adquisitivo. Las subidas pactadas en convenio fueron escasas, tanto que únicamente permitieron a los trabajadores afectados mantener su poder de compra.
En los últimos años, el gasto en salud y educación pública en relación al PIB disminuyó significativamente. No obstante, el PP tenía previsto que continuara haciéndolo en los próximos. Así, entre 2017 y 2021, el primero se reduciría del 5,95% al 5,87% y el segundo del 3,95% al 3,70%. Ambos muy por debajo de la media de la Unión Europea en 2016 (7,1% y 4,7%, respectivamente).
En España, para las rentas medias, las pensiones públicas recibidas son generosas en relación al último salario bruto percibido (72,3% en 2016) y aún más respecto al neto (81,8%). Ambos porcentajes son muy superiores al promedio de la OCDE (52,9% y 62,9%, respectivamente). No obstante, el futuro era inquietante. Después de la reforma realizada en 2013, la Comisión Europea estimaba que el primer ratio bajaría hasta el 49,7% en 2050.
Entre 2015 y 2017, el PIB creció más que el consumo privado, a pesar del continuo descenso de la tasa de ahorro sobre la renta disponible bruta (un 4,7%, sin considerar efectos estacionales y de calendario). El segundo no fue un impulsor del primero, sino más bien una rémora de éste. Las principales claves de su decepcionante evolución están en la pérdida de poder adquisitivo del asalariado medio y el elevado desempleo existente.
En definitiva, como el PP recientemente ha demostrado, la falta de sensibilidad social de algunos tecnócratas (en este caso, altos funcionarios públicos) puede constituir un gran problema para un país. Una recuperación económica no es tal sino beneficia a la mayoría de sus ciudadanos. Por tanto, con dicha finalidad, a veces conviene sustituir un modelo fantástico para cualquier libro de macroeconomía e inapropiado para muchas familias por otro mediocre para los economistas y apreciado por los hogares. En bastantes ocasiones, el arte de gobernar implicar abrazar el pragmatismo y dejar de lado la ideología. Es lo que toca ahora en España.