En 1978, Francisco Fernández Ordóñez creó el IRPF. Para resaltar que el cambio político también había llegado a la economía y vincular el pago de impuestos con la recepción de prestaciones públicas, el nuevo ministro contrató una gran campaña publicitaria. Su eslogan más famoso fue: “Ahora Hacienda somos todos. No nos engañemos”.
Incluso, para visualizar que todos estábamos sujetos a las leyes tributarias, Fernández Ordóñez declaró en más de una ocasión: “Aquí paga hasta el rey”. Finalmente, con la finalidad de prestigiar a los contribuyentes que más impuestos sufragaban, la lista de declarantes se hizo pública en 1979 y 1980. En las sedes de Hacienda, cualquier español podía consultar lo que los otros habían pagado.
La campaña tuvo un éxito enorme y el eslogan se convirtió en una seña de identidad del ministerio. Su repercusión en el tiempo fue muy larga y llegó hasta la actual década. No obstante, en ella hemos comprobado que el lema era una magnífica frase, pero también una gran mentira. La verdad es que algunas leyes tributarias se hacen a medida y otras no se aplican por igual a todos los españoles.
La frase fue desmitificada principalmente por dos personas: una abogada del Estado y un ministro hasta hace muy poco. La primera, Dolores Ripoll, lo hizo cuando destacó su falsedad en términos jurídicos. El segundo, Cristóbal Montoro, al efectuar en 2012 una amnistía fiscal, declarada inconstitucional por el TC en 2017. Una declaración con una gran repercusión política y un nulo efecto práctico.
La abogada del Estado, al decir que Hacienda no somos todos, pretendía exonerar de culpa a la infanta Cristina en el caso Nóos y pedía que se le aplicara la denominada “doctrina Botín”. Ésta tiene como base una sentencia del Tribunal Supremo que permite el archivo de una causa si solo la mantiene abierta la acusación popular, al no personarse en ella ni los representantes legales del Estado ni ninguna de las personas directamente afectadas.
En otras palabras, los intereses de la Hacienda pública y los de los ciudadanos no son los mismos. Por tanto, los pueden defender la Fiscalía y la abogacía del Estado, pero no tiene posibilidad de hacerlo una persona cualquiera, si el perjuicio únicamente afecta a aquélla.
La amnistía fiscal de 2012 pretendía recaudar 2.500 millones de euros y aflorar 25.000 millones de euros, pues el decreto-ley que la legitimaba establecía un tipo impositivo del 10% sobre el patrimonio regularizado. En una etapa de precariedad recaudatoria, tenía como objetivo proporcionar un ingreso extraordinario que redujera el nivel de déficit público.
En realidad, el importe del capital aflorado fue de 40.000 millones de euros y la cuantía recaudada de 1.193 millones de euros. El primero, superior al previsto; en cambio, el segundo, inferior al planificado. La explicación a la paradoja está en un informe de la Dirección General de Tributos que modificó sustancialmente las características del tributo.
Trasladado a lenguaje coloquial, el ministerio dijo Diego donde antes había dicho digo. La nueva interpretación parece que fue sugerida por algunos asesores fiscales de los defraudadores, a quienes el pago del 10% del importe aflorado les parecía excesivo. Por tanto, si éste no bajaba significativamente, el dinero regularizado sería escaso y aún más la recaudación. Para evitar que la amnistía fiscal fuera un fracaso económico y político, Montoro favoreció aún más de lo que tenía previsto a los defraudadores.
La nueva interpretación no suponía gravar el patrimonio aflorado, sino sus rendimientos durante el período no prescrito. Éste comprendía la etapa 2007–10, si la declaración se presentaba antes de julio de 2012, o únicamente sus tres últimos años, si se efectuaba entre dicha fecha y el 30 de noviembre del mismo año.
Evidentemente, la base imponible fue notablemente inferior a la esperada y también la recaudación. Ésta solo alcanzó el 47,72% de lo previsto. El número de declaraciones fue de 31.484 y la cuantía media ascendió a 37.830 euros. El tipo impositivo promedio se situó en el 3%, nada que ver con el del 43% que la inmensa mayoría habría tenido que sufragar, si hubiera cumplido en tiempo y forma sus obligaciones con el fisco.
En definitiva, probablemente nunca Hacienda hemos sido todos, pero después de la amnistía fiscal de Montoro y del trato deferente a determinadas personas, lo somos menos que nunca. No es únicamente a la infanta Cristina, sino a todos los que aparecieron en la lista Falciani, a quienes Hacienda ni intentó imputarles delito fiscal.
Es evidente que las amnistías legitiman el fraude y hacen que el fisco premie al defraudador y penalice al cumplidor. Además, generan la expectativa de que, para reducir el tipo impositivo pagado, solo hay que esperar, pues más pronto o más tarde habrá otra.
Indudablemente, todo ello pertenece al pasado reciente y Pedro Sánchez nada puede hacer para remediarlo. No obstante, lo que sí tiene en su mano es hacer llegar a algunos medios de comunicación la lista de defraudadores. No hace falta que lo haga de forma oficial, sino que puede ser el resultado de una filtración. Si sucede con los sumarios judiciales secretos, a nadie debería extrañarle que también ocurra con una simple lista de incumplidores con el fisco.
Para los defraudadores sería una pequeña penitencia y para el resto de ciudadanos, una minúscula satisfacción. El cambio no es hacer una ley que sea papel mojado, sino hacer un gesto que valga más que mil palabras. ¿A qué esperas, Pedro?