Todos ustedes saben, amigos míos, no lo nieguen, que cuando en Estados Unidos, primera potencia mundial, es elegido un nuevo presidente, tras jurar el cargo se presentan en el Despacho Oval de la Casa Blanca unos tipos con gafas de sol e impecable traje negro, y revelan al recién llegado una serie de secretos jamás desclasificados que harían temblar el mundo, a saber: ¿quién asesinó a John Fitzgerald Kennedy?, ¿cómo engañamos a todo el planeta con la llegada a la luna del Apolo XI desde un hangar en el desierto de Mojave?, ¿qué fue de Elvis Presley y de Walt Disney?, y sobre todo… ¿cuántos marcianos mantenemos en formol en el Área 51, en Nevada?
Este es un hecho empírico, ante el que no cabe duda alguna. La prensa miente siempre. Y la verdad está ahí, afuera. Hagan caso de las películas.
En Cataluña, segunda potencia mundial, y la nación más antigua del planeta --no olviden que Víctor Cucurull, del Institut Nova Història, afirma que los catalanes fundamos el Imperio Romano--, cuando un nuevo presidente accede al poder, una élite de sacerdotes de la ANC, perpetuados en línea secular, le revela al oído la fórmula mágica de la ambrosía de los dioses catalanes. Me refiero, claro, a la receta que custodian y liban los iniciados catalanes en secreto, desde antes de que la Atlántida platónica se fuera al garete hace quince mil años. Sí, lo han entendido bien. Me refiero a la sagrada ratafía.
La ratafía es poderosísima droga mágica, capaz de hacer palidecer al soma imaginado por Aldous Huxley en Un mundo feliz; posee propiedades psicotrópicas, alucinógenas, mil veces superiores al LSD --descubierto, por accidente, por el químico Albert Hofman en los laboratorios de la farmacéutica Sandoz, en Suiza, hace ahora 80 años--. Si uno se mete al coleto un par de vasos generosos, la realidad cambia radicalmente, moldeada por una mente ya libre de ataduras y descripción previa. Y el Universo, por fin, es tal y como uno desearía que fuera, y no esta porquería que ni nos va ni nos viene. Desaparecen, de sopetón, Tabarnia y Manolo Escobar; se esfuman los colonos, Inés Arrimadas y las banderas españolas; se amplía la base social; todo el mundo enarbola estelades y canta el Virolai; no existen los Borbones y ya estamos --Ara va de bo!-- en Ítaca, sin haber pasado por Troya y sin saber siquiera cómo hemos llegado.
La iniciación del nuevo president conlleva un ritual solemne, que supone al iniciado tres días de ayuno previo --por eso ni Oriol Junqueras, ni Joan Tardà, ni Rufino, “el indepe fino”, podrán ser nunca president--, y requiere, además, que el candidato sea de sangre pura, no contaminada. Cuando se realizó la iniciación de José Montilla, el fracaso fue estrepitoso, porque parte de su ADN presentaba taras, y sólo se consiguió, tras ingerir el bebedizo, que besara el culo al nacionalismo los días impares. En cambio con Jordi Pujol, Artur Mas, Carles Puigdemont y Quim Torra, el efecto es permanente, como si se hubieran caído en la redoma de críos.
Consciente del tremendo poder de este brebaje --que debe ser reposado a las claritas de la luna, junto al dolmen de Vallgorguina, cerca de Arenys de Munt, donde todo comenzó--, Quim Torra ha hecho embotellar la reserva de la gran reserva de esa poción --el “alma de la nación catalana”--, a fin de distribuirla, a diestro y siniestro, y hacer que todos cuantos puedan favorecer la independencia del reino milenario la beban y lo vean todo en technicolor.
Así, ante los ojos del mundo, Torra le regaló una botella del néctar nacional a Pedro Sánchez en su encuentro bilateral. Y sin descorcharla, nuestro gastaespejos le aseguró que se podía hablar de todo, aunque eso sí, en el marco del autonomismo bien llevado. No se imaginan ustedes lo que ocurrirá cuando por curiosidad el maniquí de manos del PSOE la pruebe, y se meta un par de vasos entre pecho y espalda.
Si de ser un racista supremacista, un Le Pen a la española, Torra ha pasado a ser para Sánchez un aliado que le puede permitir mantenerse en el poder hasta que no le quede más remedio que convocar elecciones, ni les cuento cómo y con qué magnanimidad le verá tras pimplarse la ratafía alucinógena de las narices.
Esto es, no lo duden, una taimada y pérfida estrategia del nacionalismo. Parecida a la abducción con vainas de guisante de la Invasión de los ultracuerpos, el clásico del cine de ciencia ficción. Basta con regalar una botellita de ratafía Gran Reserva Wifredo el Velloso al objetivo a abatir, para que caiga rendido a tus pies y te ceda la primogenitura sin plato de lentejas de por medio. Es un arma de destrucción selectiva.
Porque eso es lo que está pasando. De la noche a la mañana, Miquel Iceta, seguido por Adriana Lastra, sin que nadie acabe de entender el cambio de tercio, ha comenzado a cargar las tintas contra Ciudadanos, a los que acusa de vivir del conflicto; de ser profesionales de la crispación; de dinamitar el diálogo; de ser más beligerantes que los CDR y más malos que la quina. Ya sólo falta que les llame franquistas.
Basta, por tanto, con enviar una botella de ratafía, cual misil inteligente, y ya tenemos a la peonza humana equidistante comiendo de la mano del nacionalismo más rancio, hispanofóbico y fascista. Una simple botella de ratafía --y un CD remasterizado, con los grandes éxitos de Queen, claro…— es suficiente para que el portentoso Iceta se olvide de los repugnantes textos supremacistas de Quim Torra y desee llevárselo de cena, de copas, de bailoteo y lo que se tercie, porque el hombre es muy majete. Y también para que él, y todo el PSC, miren a Pernambuco si Arrimadas sufre un escarnio en Canet de Mar.
¡Qué mala y cabezona es la mezcla del poder inmerecido y la ratafía, sobre todo en los cerebros proclives a la indigencia intelectual!