En las últimas semanas, un elevado número de empresarios, directivos y economistas liberales han resucitado un viejo dogma de fe de la derecha: “Los salarios deben subir a un ritmo equivalente al de la productividad de los trabajadores”. Lo han hecho a través de numerosas declaraciones y artículos, todas ellas con un clara finalidad: influir en los negociadores del IV Acuerdo Estatal de Negociación Colectiva.
En términos generales, su objetivo es limitar las subidas salariales durante el período 2018-2020. No obstante, también pretenden conseguir dos propósitos complementarios y más específicos: evitar ligar la evolución de los salarios a la del IPC y conseguir como mínimo que una parte significativa del aumento salarial se vincule al incremento de la productividad.
Antes de evaluar la conveniencia o no de su propuesta, me parece indispensable definir el concepto clave. En su vertiente económica, dicha productividad es la valoración en euros constantes (una vez descontada la inflación) de la producción de los empleados por hora, día o año. Por tanto, la productividad media anual de los trabajadores de un país es la cifra resultante de dividir el PIB real por el número de empleos equivalentes a tiempo por completo.
En el período 2015-17, si a la negociación colectiva se hubiera aplicado la regla propuesta, el incremento salarial anual medio hubiera sido del 0,27% y la pérdida de poder adquisitivo del 0,62%. Unas cifras muy parecidas a las reales (0,08% y -0,81%), a pesar de que el crecimiento promedio del PIB ascendió al 3,27%. Un claro ejemplo de distribución desigual de la renta en tiempos de bonanza económica.
La anterior propuesta me parece una gran equivocación por tres principales razones:
1. Es un regla que no tiene ningún sentido económico. Su única finalidad es perjudicar a los trabajadores y beneficiar a los accionistas y empresarios. Sus partidarios pretenden aplicarla cuando la economía va bien, pero jamás si va mal. El motivo radica en que en las fases recesivas, al despedir las compañías a un gran número de empleados, aumenta mucho la productividad de los que siguen trabajando. En la nueva situación, cada uno de los supervivientes cumple con su antigua función y también con parte de la que hacían los que han sido despedidos.
La anterior afirmación es completamente respaldada por las cifras disponibles. Entre 2008 y 2013, la productividad de los trabajadores en España subió un promedio del 1,9%; en cambio, los salarios bajaron. La regla no se cumplió. ¿Alguno de los actuales propagandistas alzó la voz o bajo la pluma al nivel del papel? Evidentemente, no. Estaban encantados.
2. Si se desliga la subida salarial de la evolución de la tasa de inflación, puede suceder que los trabajadores incrementen su eficiencia y sean recompensados con una caída de su poder adquisitivo. Así sucedería si lograrán aumentar su productividad un 2,5% y el aumento del IPC fuera del 5%. Una injusticia muy fácil de evitar.
3. La productividad de los empleados depende de su formación, capacitación y de su actitud en el trabajo. No obstante, también de la calidad y cantidad de las máquinas y equipos proporcionados por la empresa, así como de la capacidad estratégica y de gestión de sus directivos. Si los propietarios y los ejecutivos no hacen bien su trabajo, la medida adecuada no es bajar los salarios, sino aumentar la inversión de los primeros y sustituir a los segundos.
Desde mi perspectiva, en las fases expansivas, las remuneraciones han de crecer por encima del IPC y todos los trabajadores deben poseer una cláusula de revisión salarial por si la inflación real supera a la prevista. Si la economía del país va bien, no existe justificación alguna para que la suya personal no mejore.
No obstante, el mayor problema es el establecimiento de la cuantía del plus. En su fijación, una de las principales variables a considerar debe ser el crecimiento anual de la productividad de los trabajadores de la empresa. La prioridad es destinar una fracción de su importe a preservar la competitividad futura de la compañía, distribuyendo la parte restante entre accionistas, directivos y trabajadores.
Para conseguir la primera finalidad, la empresa debe realizar inversiones que permitan incrementar el número y la calidad de los productos y, si no tiene un mercado cautivo, su venta a un precio en términos reales inferior al del año anterior. La distribución de la parte restante depende en gran medida de la legislación laboral existente y de la influencia que cada uno de los tres colectivos tenga sobre el consejo de administración.
En definitiva, en los períodos de crisis, con la finalidad de conseguir la supervivencia de la empresa y salvar el mayor número de empleos posible, los trabajadores deben aceptar una reducción de su salario. En dicha coyuntura, empresarios, directivos y asalariados han de compartir sacrificios.
En las etapas de expansión, los tres colectivos deben participar de las ventajas de la nueva situación económica. Por ello, establecer en ellas una subida de los salarios ligada únicamente a la productividad y completamente desvinculada de la evolución del IPC me parece un atraco a los trabajadores a mano armada, con nocturnidad y alevosía. Dicha fórmula constituiría el mecanismo que permitiría al capital, en detrimento del trabajo, continuar aumentando su participación en el PIB. En otras palabras, impediría revertir la elevada desigualdad en la distribución de la renta que en la actualidad existe en España.