La más absoluta de las nadas ocupa los gobiernos que nos han de gobernar, no hay esperanza para nadie en sus actos inútiles y en sus palabras falsas. Viven de la amenaza y la provocación como si no hubiera un mañana para convivir; tratan de la diferencia como si esta fuera una banalidad coyuntural, un capricho de gentes raras, un sueño imposible que ofrece réditos a corto plazo.
Ninguna verdad fue revelada ni todo es un invento de oportunistas. Hay una corriente de la memoria colectiva que fluye continuadamente desde los orígenes de las viejas naciones recordándonos que no siempre las cosas fueron así; hubo una inteligencia fundacional, unas casualidades dinásticas, una construcción de parte que chocó con la resistencia perfectamente explicable de quienes no tuvieron la oportunidad de recorrer su propio camino, hubo una experiencia traumática, hay una denunciable deriva autoritaria y un exhibicionismo de insostenible superioridad moral.
Y ante tanta complejidad, se ofrece intransigencia, sea amparada en la legalidad petrificada de los ganadores de la Transición o en un pretencioso secuestro de la excelencia democrática. Unos confían en la carta blanca europea para hacer lo que haya que hacer para evitar el contagio, mostrando su carnet de Estado de derecho aunque algo desgastado de tanto utilizarlo y los otros suspiran por la solidaridad de estos mismos europeos mostrando un perfil de oprimidos que no consigue impresionar a casi nadie.
Hay que hacer un agotador esfuerzo de buena voluntad para creer que estamos en condiciones de orientarnos hacia alguna opción de salida viable con los actuales dirigentes de ambas intolerancias. Por no saber ver, no parecen conscientes de su insolvencia y falta de credibilidad, porque si lo fueran buscarían fórmulas de intermediación para encargar a gentes competentes el diseño de un campo de negociación lo suficientemente generoso y realista como para ser aceptable antes de empezar a negociar. Otra cosa será proclamar que se quiere hablar sin tener nada que decirse, como el charlatán que vende su ungüento.
Ni Cataluña intervenida ni España desquiciada están mejor que en 2012, salvo en la estadística macroeconómica, ni las condiciones políticas generales son más favorables para hallar remedio al conflicto, ni las relaciones internas entre catalanes son más apropiadas ahora para alcanzar acuerdos políticos sólidos como los hubo en su tiempo. Hemos viajado de la aspiración al consenso a la exigencia de la reconciliación. Nos hemos instalado cerca del precipicio y es de mala nota social hacerlo notar, aunque con tanta gente empujando será un milagro no despeñarnos. Cuando haya que relamerse las heridas, todavía nos quedará por soportar el horroroso espectáculo de quien atesora una culpa mayor por lo sucedido, como si esto nos vaya a importar luego.