Una vez más, la Europa televisiva le ha dicho a España lo que piensa de ella y de sus cualidades musicales, colocando a los concursantes españoles en el puesto 23 sobre un total de 26 países participantes en el último festival de Eurovisión. Y lo ha hecho en un año en el que se han batido todos los récords de audiencia --200 millones de espectadores-- durante el momento álgido de la votación. Una oportunidad perdida.
El varapalo podría considerarse un accidente sin mayor importancia, si la cuarta economía de la eurozona hubiera conseguido esa calificación de manera puntual, pero lo cierto es que España se ha abonado a ser uno de los países europeos que cosecha, año tras año, puestos basura, lo que podría interpretarse como un fiel reflejo de lo que Europa, grosso modo, piensa de nuestro país.
En 2017, España se situó en el puesto 26 de 26 concursantes; en 2016, en el 22 de 26; en 2015, en el 21 de 27; en 2014, en el 9 de 26; en 2013 fue la 25 de 26 y en 2012, en el 23 de 25... Y todos esos puestos fueron acompañados de un nivel de puntuación ciertamente irrisorio, lo que debería merecer el interés de nuestra clase dirigente, ensimismada en su ombligo, cuando no en su ignorancia, como dejo muy claro el ministro español de la cosa al afirmar, públicamente, que desconocía la existencia de un torneo futbolístico europeo cuya final la juega un equipo español.
Una vez más, alguien con responsabilidad --quienes han elegido la representación española en Eurovisión-- se ha olvidado de que la imagen se configura en la memoria colectiva por una serie de realidades que un país o una empresa transmite y que tiene una significación social. En definitiva, la imagen sólo puede ser un reflejo de lo que la sociedad, el país o la empresa es y hace y, por consiguiente, lo importante es conseguir la máxima coherencia entre esa realidad interna y lo que percibe el mundo, mediante la emisión de mensajes intencionados que respondan a una estrategia de comunicación determinada. Todo esto les debe sonar a chino a quienes tienen la responsabilidad de seleccionar la representación musical española.
Año tras año, el sistema selecciona una representación para Eurovisión guiado por intereses o argumentos desconocidos y difícilmente defendibles, por mucho que ese proceso se envuelva en una campaña de la televisión pública a la que se apuntan en masa descerebrados individuos fácilmente manipulables.
Que la cocina española, en el caso de que ésta exista como tal o que unos pocos apellidos y marcas --básicamente ligadas al deporte-- se hayan encaramado a las primeras páginas de los grandes medios internacionales, no empece una realidad que se muestra obstinada. La imagen internacional de España no cambia pese a los esfuerzos de Marca España y a los estudios demoscópicos que periódicamente la institución realiza y cuyos resultados apuntan a que los españoles somos más críticos con nosotros mismos que lo son los propios extranjeros.
El mundo de las marcas y especialmente las marcas de consumo --perfumes, coches, alimentación, moda, música o cine-- tiene una influencia más que considerable a la hora de establecer la imagen de un país y de ello levantan acta países que miman a éstas como si fueran las niñas de sus ojos. Un claro ejemplo de ello lo tenemos en países como Alemania, Francia o Italia, donde se vende hasta la saciedad a sus marcas estrellas.
España, como en otros muchos aspectos, parece haber decidido seguir la dirección contraria y hacer bueno el unamuniano grito de "me duele España", a pesar de que en algunos campos la empresa española se ha posicionado internacionalmente en puestos de liderazgo.
Aunque sea injusto o pueda parecerlo, en el sector turístico, por ejemplo, Francia ha sabido vender internacionalmente su Costa Azul, Italia su Riviera y en España vamos tirando con nuestros Benidorm y Magaluf, como referencias de los jubilados invernales de media Europa y de descerebrados jóvenes ingleses. De ello, se ocupa de levantar acta la industria del cine de medio mundo y especialmente la norteamericana, que es la que manda y genera imagen. España, por su parte, se supera a sí misma y consigue su máxima expresión con Torrente.
Cuando se comprueba que el 47% de las exportaciones totales de vino español lo fueron en la categoría de granel a un precio de 40 céntimos de euro, algo falla, ya que ningún otro país vendió tanta cantidad de vino granelado y al precio más bajo de todos los registrados internacionalmente. Seguramente los bodegueros de Francia, Italia y algún otro país se aprovecharon de conseguir el correspondiente valor añadido del vino español, comercializándolo con marcas propias. Algo similar podríamos decir del aceite de oliva.
Eurovisión es un escaparate que España desperdicia, año tras año, pese al coste que representa, como consecuencia de intereses de individuos que ahí siguen, en un ejemplo determinante de lo que popularmente se conoce como la mamandurria nacional. Nadie, sin embargo, parece dispuesto a poner fin a una situación que lo único que genera es descrédito y mala imagen hacia nuestro país y hacia nuestra economía.
No es el momento que hablar de la importancia del marketing en una economía de mercado; de la trascendencia de la imagen para un negocio y del valor de estar presente en la mente del público objetivo. Pero sí es sustancial entender que lo importante no es como nos vemos, sino como nos ven.