La guerra entre Sofía y Letizia permanecerá. Es un símbolo de la intransigencia de los novatos frente a la flojera va de soi de los instalados. El desencuentro semiótico entre la Reina madre y la Reina es de una insignificancia peligrosa capaz de superar el paso del tiempo. Viene de lejos; es más, tiene su origen en el control absoluto que la Reina ejerce sobre Felipe VI. Los monarcas mantienen una relación viciada por el empoderamiento de la plebeya, anunciado premonitoriamente por Juan Carlos I: "Si no la para Felipe, esta chica se cargará la monarquía". Hay frases que resuenan, como el triste de ti, en el Madrid de los Austrias, un espacio de patios cóncavos y blasones devastados. Son caminos de emboscadura que todavía sostienen los aires de Boccherini, aquel compositor otoñal de la corte de Carlos III, que fue confinado en el palacio de Mosquera junto a Luis Antonio de Borbón, otro príncipe morganático.
A Letizia le llaman de todo desde el día que la vieron por Malasaña con el tejano descosido y remendado. "¡Floja!", le gritaron después del número contra la abuela Sofía a la salida de la misa del domingo de Resurrección, en Palma de Mallorca. Es la viva imagen de una mujer demasiado segura a cambio de bien poco, tal como la retrató su primo David Rocasolano, en su libro Adiós princesa. Molesta con sus cuñados Undangarin y Cristina; nada solidaria con los malos tragos, perfeccionista como los que cogen el ascensor social con prisas para llegar arriba. Mujer de pómulo falso y educadora implacable de sus dos hijas, que miran desde arriba a sus amiguitas del colegio y las obligan, por decisión del sello real letiziano, a no comer espaguetis e hincharse de verde y fruta hasta el exceso mineral.
Letizia está molesta, supongo, por el complejo de no haber heredado una Grandeza de España antes de llegar a Zarzuela o vengativa precisamente por haber llegado
Molesta, supongo, por el complejo de no haber heredado una Grandeza de España antes de llegar a Zarzuela o vengativa precisamente por haber llegado. Deseosa de una camarilla en el Palacio Real de los festejos, un espacio rechazado para vivir por el Rey emérito tratando de evitar precisamente ser engullido por una falsa corte milagrera. Litigadora, armada para defender, si la ocasión lo requiere, los derechos dinásticos de su hija, la princesa Leonor, una niña pegada prematuramente al Toisón de Oro, desde el día en que la actual princesa de Asturias recibió el collar de la orden de caballería, en el salón de Columnas del Real.
La reina no ama la realeza; ama el cargo y tiene el porte adusto de una regenta, Dios nos libre. Enrocada entre visillos de tul y artesonados de oro labrado sería una protagonista del cine mexicano de Buñuel, mucho más indócil de lo que fue Cayetana de Alba en el palacio de Liria, rodeada de incunables, candelabros y oleos del Siglo de Oro. Si Letizia se cree la princesa del pueblo, mal fario; no nos hace falta la niña buena de los puristas y tampoco la mano regia de los republicanos que se quieren cargar una institución que abrió España a Europa y acuarteló la División Acorazada en las bases de la OTAN. Juan Carlos I, como jefe del Estado y comandante de la Armada, dejó gobernar a los cargos electos y liquidó una historia llena de pronunciamientos, gloriosas y vicalvaradas; institucionalizó el sufragio universal e hizo posible una Constitución que ha funcionado mucho mejor que la mítica carta magna liberal de las Cortes de Cádiz. No hace falta que nadie, mucho menos un miembro de la Familia, quiera blindarse frente a los vicios reales y negocios turbios con las dinastías del Golfo, que pasarán a la posteridad como simples incidentes de viaje al lado de los logros.
Si Letizia se cree la princesa del pueblo, mal fario; no nos hace falta la niña buena de los puristas y tampoco la mano regia de los republicanos que se quieren cargar una institución que abrió España a Europa
La ciudadanía valora el arte del bien decir; lo echa de menos en un momento en el que la complejidad se ha cruzado con el liderazgo espurio de la clase política. Se vive con intranquilidad el hecho de que los políticos abdiquen, como ocurre hoy en la Cataluña de Artur Mas y Junqueras, en manos de dirigentes civiles instalados en el tumulto; responsables de la violencia de baja intensidad y la retórica de alta tensión que practican la ANC y los CDR. Del mismo modo, la incertidumbre se abre paso entre la gente, cuando gobernantes como Rajoy y Cifuentes prolongan su privilegio aunque ya estén condenados por sus excesos a un oficio de tinieblas. El país necesita fortalecer la inteligencia del gesto, que colocó el rito de la conversación en el centro de la escena. No se trata de convertir a Sofía en madame de Lafayette o a Letizia en condesa de Sévigné, pero en los momentos en los que la gestualidad real sustituye puntualmente a la palabra en sede parlamentaria, sería deseable escenificar la recuperación del sosiego.
La perversión del ágora anuncia el fin de la estrecha relación entre la oralidad y la escritura, nexo de la auténtica cultura. Los que mandan han de perseguir la intransigencia, imponer un arte preciso en el que el amor propio ajeno sea un territorio inexpugnable, un rasgo distintivo de sociabilidad. Este atajo, se quiera o no, marca el camino seguido por la reina Sofía, uno de aquellos espíritus finos que Pascal opuso a los geométricos; una enternecedora Berenice, mujer cuyos modales habrían figurado en el catalogo del canon de conducta.
Sofía es una de esas personas desengañadas del gran mundo, hartas de insinuaciones, marcadas por la desconfianza
Sofía es una de esas personas desengañadas del gran mundo, hartas de insinuaciones, marcadas por la desconfianza. Su paciencia es digna de las damas de los caballeros de la Orden de Malta que conservaban el fuego del hogar, mientras sus maridos iban a la guerra contra la media luna y, a la hora de volver a casa, perdían años entre bagatelas, festejos y señoritas de compañía. En un momento en el que las palabras solo son los envases de significados arbitrarios, el sosiego de la realeza --con un presupuesto público afortunadamente capitidisminuido-- sería una buena contrapartida frente a los que imaginan un Estado represor que no reprime como los hacen los CRS parisinos en las manis del sindicalismo levantisco o las fuerzas de choque de la Alemania federal que persiguen, uno a uno, a los encapuchados que se zafan después de quemar papeleras o tirar piedras. Lo sabrá cualquiera que haya participado en alguna manifestación caliente en la berlinesa Kudamm o en la heroica Friedrichstrasse, junto al antiguo muro de la nación dividida, hoy convertida en arteria comercial.
En un rincón de España convertido por los soberanistas en un campo de pruebas, la Corona se ve lejana. El orden en la calle brilla por su ausencia por la transigencia de todos y la inexplicable falta de rigor de los Mossos d'Esquadra, quienes, a criterio de agitadora y escritora Pilar Rahola, "están siendo mermados en capacidad operativa por el 155, que de paso persigue a los independentistas". La perversión del lenguaje no tiene límites en nuestro tiempo, bajo el síndrome de los acontecimientos judiciales. La monarquía tiene un papel concreto en el terreno de los símbolos antes de que la fractura puede ahondar los estropicios de una sociedad cansada. Los parámetros de proporción y decencia de la jefatura del Estado no llegarán a calar entre la ciudadanía si solo tienen en cuenta el ornato y el ingenio de la corte cercenada. Precisamente porque no es eterna --ni estamos en el Versalles que mandó levantar el Rey Sol--, la monarquía solo sobrevivirá si se muestra hacia los demás bajo el principio de armonía y se aplica a sí misma el milagro orteguiano de la conllevancia.