Este año se cumple --mes arriba, mes abajo-- el décimo aniversario del inicio de la mayor depresión económica que el mundo haya vivido y que, en mi opinión, supera la del famoso crack del 29.

A lo pocos años de estrenada la descomunal crisis económica de 2008, el sustituto de Anthony Giddens al frente de la London School of Economics, Howard Davies, actual presidente del Royal Bank of Scotland, se quedaba tan ancho afirmando que “la crisis va a afectar tanto a España que su solución pasa por volver a ser un país agrícola”. Entre otras afirmaciones, Davies, refiriéndose a España, enfatizaba que la crisis había explotado con virulencia allí donde se había vivido endeudándose y por encima de sus posibilidades.

Con independencia de lo que dijera Davies, que como buen británico mira hacia el sur con un cierto grado de estrabismo, la economía española había experimentó un extraordinario crecimiento desde finales de los 80, basado en un modelo económico que debería haber llegado a su fin, coincidiendo y causando a la vez una crisis de enormes proporciones.

Bien, se supone que hemos llegado al final de la crisis ¿Qué hemos hecho? ¿Qué hacemos a partir de ahora?

Frente a los que predicaban que al finalizar la actual crisis, más de lo mismo, o sea, más ladrillo, más especulación, más empleo no cualificado, sin importarles que en este país no cabe más cemento ni menos desarrollo, España se debía haber enfrentado a la imprescindible necesidad de definir y consensuar un nuevo modelo económico que debía considerar el desarrollo, la competitividad y la utilización permanente del conocimiento, como elementos fundamentales en la generación de valor de nuestra economía en unos mercados que, se suponen, van a permanecer globalizados durante muchos años. Se impusieron los primeros.

España se debía haber enfrentado a la imprescindible necesidad de definir y consensuar un nuevo modelo económico que debía considerar el desarrollo, la competitividad y la utilización permanente del conocimiento

La experiencia de nuestro entorno, pone de manifiesto que mejoras sostenidas de la productividad y la solidez de las economías, son consecuencias de la transmisión y la utilización del conocimiento. Los rankings mundiales de competitividad reflejan que los primeros puestos están copados por países que han sabido hacer del avance tecnológico y la innovación los motores de su competitividad y del crecimiento económico.

No es el caso de España que, por contra, ha sufrido una pérdida de posiciones en esas clasificaciones, precisamente por el nivel de obsolescencia de un patrón de crecimiento alejado de las premisas de la economía del conocimiento y ello, porque no nos hemos enfrentado a decisiones con un marcado carácter estratégico, puesto que de lo que se trataba y sigue tratándose, es de determinar dónde queremos estar dentro de tres décadas, además de qué debemos hacer y cómo hemos de actuar con planes de acción efectivos para conseguirlo.

La estrategia más apropiada, en opinión de casi todos los protagonistas teóricos de la cuestión, es la de centrar los esfuerzos en aquellas áreas y sectores relacionados con la economía del conocimiento que, o bien tienen alta capacidad de tracción sobre otros sectores en el tránsito hacia este modelo de economía, o presentan ventajas competitivas más claras para nuestro país.

Del análisis comparativo de la economía española frente a otras economías más competitivas, se desprende la existencia de tres áreas sobre las que se debía haber centrado el máximo esfuerzo, esfuerzo que, por lo que respecta a España, parece que se consideró suficiente con la reforma laboral a la que acompañó una política monetaria expansiva capaz de desvirtuar todo, unos precios del petróleo muy bajos, un fuerte tirón de las exportaciones --fundamentalmente automóviles y agroalimentación-- y, en los últimos años, un descomunal crecimiento del turismo.

La primera de las necesarias actuaciones anteriormente señaladas, en la que coinciden casi todos, tiene como objetivo el sistema educativo y de formación, sobre cuyas deficiencias puede conseguirse un absoluto consenso y entre las que sobresale la desconexión existente frente a las necesidades de un entorno económico y social en constante transformación.

España debe centrar los esfuerzos en aquellos sectores relacionados con la economía del conocimiento que presentan ventajas competitivas más claras para nuestro país

En segundo lugar, la economía del conocimiento que se apoya en la existencia de mercados tecnológicos competitivos y favorables a la innovación, orientados a la creación de valor y de bienestar. Y ello puede conseguirse sin necesidad de abarcar toda la cadena de valor, sino mediante pequeños agentes con capacidades competitivas en determinados eslabones de la cadena.

Por último, las infraestructuras, no sólo las cimentadas en el asfalto y el hormigón armado, sino las referidas a las nuevas tecnologías, incluyendo las tecnologías de la información y la comunicación (TICs), que son piezas insustituibles que incorporan y generan conocimiento en los procesos de creación de valor, siempre que comporte la participación coordinada de distintos agentes que van desde las universidades a centros de investigación, pasando por científicos, empresas, emprendedores, etc.

Y todo ello en un marco con más rigideces de las deseables que dificultan, incluso impiden, la evolución hacia un patrón productivo más moderno.

Obvio decir que todo este proceso pasa ineludiblemente por la implicación de toda la sociedad acerca de la importancia de la educación y de la formación continua como elemento básico para conseguir una economía más competitiva, mayor cohesión social e más igualdad de oportunidades.

De igual manera, parece lógico plantear la necesidad de desarrollar un marco fiscal adecuado e incentivador, así como una mejora de la financiación dedicada a la investigación y a la innovación, tanto privada como pública.

Se han perdido diez años y todavía esperamos que alguien asuma la necesidad del proceso porque perder el tren en estas circunstancias no es nada difícil

Frente a esas necesidades de hoy, de ayer y de mañana, el día a día --hacia donde destinamos todas nuestras capacidades y esfuerzos-- amenaza con sumir a la sociedad española en una profunda depresión o melancolía que nos impida encarar los auténticos retos de futuro para los que se requieren consensos y liderazgos.

Hace pocas semanas, una patronal pedía, suplicaba, al presidente del Gobierno que este se implicara en acciones que propiciaran el fomento de la industria, por ser esta una parte del sistema económico que genera empleo de buena calidad, riqueza y sostenibilidad.

Se han perdido diez años y todavía esperamos que alguien asuma la necesidad del proceso porque perder el tren en estas circunstancias no es nada difícil.

Mientras llega el momento, seguimos con niveles salariales que son consecuencia de empleos menores, una gran cantidad de problemas embalsados y un proceso de endeudamiento del Estado insoportable.